Storia di un Burattino (Historia de un títere), llamado luego Le Avventure di Pinocchio de Carlo Collodi, seudónimo de Carlo Lorenzini (Florencia 1826-1890) debe ser leído porque Pinocho, la película de Disney de 1940, es una traición del cuento original.
En una serie de 1882 y 1883 publicada en una revista italiana, Collodi, una criatura emblemática de la pedagogía negra, proyectó sus sentimientos hacia sus padres en los manipuladores personajes, Geppetto y Hada Azul. Al final de la historia en el capítulo XV, el gato y la zorra ahorcan a Pinocho frente a la mansión del Hada Azul y la maternal Hada no lo ayudó en absoluto. El títere de madera parafraseó a Jesús en la cruz según el evangelista Marcos:
“¡Oh papá!, ¡querido papá! ¡Si estuvieras aquí!”
Esas fueron sus últimas palabras. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas, y dando una gran sacudida se quedó tieso como muerto.
El editor le pidió a Collodi que rescatara al muñeco en el siguiente número de la revista pero este final refleja la idea original del autor: el muñeco de palo era su alter ego.
De niño, Collodi había sido atormentado en una escuela jesuita. Nunca ajustó cuentas con los perpetradores sino que, supongo, se identificó con ellos porque Collodi odiaba a los niños. Ilustraba aburridos libros escolares de texto para ellos y siempre vivió con su madre, quien le inspiraría el personaje de la Hada Azul.
En Le Avventure di Pinocchio la historia se desarrolla en una villa en Collodi, donde Carlo había pasado su juventud. Los padres y el sistema escolar son idealizados a expensas del verdadero yo del niño, por lo que el cuento del muñeco de palo se convirtió en un gran éxito de ventas. Fue utilizado para manipular y socializar a los niños a principios de siglo XX.
Debido al problema del apego con el perpetrador (confiérase el cuarto capítulo de mis Hojas susurrantes), la humanidad ve las cosas en negativo fotográfico, y quizá el más espléndido paradigma de esta inversión sea precisamente la historia de Collodi. El personaje de Pinocho no es más que la transformación de los sentimientos puros de un niño al internalizar la locura adulta; por ejemplo, ir a escuelas donde se socializa al niño en el peor sentido de la palabra “socialización”. Pero antes de analizar el cuento de Collodi, recordemos lo que ya sabemos de quien, en contraste a la del cuento, fuera
Mi Hada Azul
Una lectora de un libro de Miller escribió: “Alice Miller ha expresado exacta, precisa y cabalmente mis conclusiones sobre mis experiencias de los últimos treinta años de reconstrucción personal después de una infancia devastadora. Dios: ¡qué alivio! Es bello ver cómo ella hace añicos lo que he encontrado que es el tabú más potente de la sociedad humana. Al hacerlo, me ha dado una poderosa validación personal; nunca imaginé qué tan poderosa”. Otros confesaron que la lectura había sido “una invasión espiritual”, y uno más escribe: “No es sorpresa que este libro no sea un importante bestseller y que no esté disponible en todos lados. El libro realmente se enfrenta al sistema”.
Yo añadiría que una nueva estirpe de seres humanos ha comenzado a despertar del problema del apego con el perpetrador que nos hace “sustituir la zona de control” (confiérase el mencionado texto: acá): el Leitmotiv de Pinocho. De este amanecer intrapsíquico ni siquiera se atrevieron a soñar los filósofos de la Ilustración. Permítaseme recoger unas frases más sobre las impresiones de los lectores de Miller: “Sentí como si mi mente hiciera contacto con algo escondido dentro de mí que siempre he sabido. Por primera vez en mi vida siento que no estoy sola”, escribió Bárbara Rogers. Y según otro reseñador: “La pregunta ahora es si este conocimiento alcanzará a suficientes personas en posiciones de poder”.
Miller sólo abrió una puerta en la que pocos, si es que alguno, han entrado a fondo. Por el momento quisiera sólo referirme a la puerta (en mis libros que aparecen en la barra lateral, entro a fondo). Estos son unos pasajes del libro de Miller El saber proscrito:
El paciente [el cliente de sesiones psicoterapéuticas] necesita estar rodeado de personas que se pongan sin reservas a favor del niño. Yo no encontraba en ninguna parte a esas personas, ni siquiera en los terapeutas primarios.
Quería saber lo que había sucedido en mi primera infancia, pero me faltaban los instrumentos necesarios. Con mis herramientas de sicoanalista no iba a ninguna parte.
Viendo cómo muchos terapeutas siguen negando la verdad acerca de los malos tratos en la infancia, no me cuesta nada imaginarme que ahí se halla una parte importante de la respuesta a mi pregunta.
Al principio casi no podía concebir que mis ideas fuesen correctas a pesar de ser yo la única que las sustentaba. Si todos estaban de acuerdo, pensaba, en que sólo se pueden superar los síntomas si se perdona a los padres, ¿cómo puedo estar segura de no engañarme? Al fin y al cabo todos los demás, en conjunto, tienen que poseer mucho más experiencia que yo. Sólo una cosa me dio la respuesta: los recuerdos, recientemente evocados, del terror destructivo de mi madre. Comprendí que ese acuerdo general entre todos los terapeutas no es fruto de sus experiencias, sino de su educación.
En las numerosas discusiones en grupo en las que abordé el tema, apenas si había terapeutas que pudieran desprenderse de la creencia de que para librarse de los síntomas hay que perdonar a los padres… No se daban cuenta que de tal manera ejercían una manipulación pedagógica, y ello para alcanzar un objetivo al servicio de la moral tradicional. Al aliarse con dicha moral, los terapeutas recogen la herencia de los educadores que siempre se ponen de lado de los adultos y en contra del niño.
El sustrato moral de esas terapias era la ineludible exigencia educativa de perdonar a los padres una vez pasados los accesos de ira temporalmente permitidos. Tuve noticia de una persona que, al final de una terapia semejante “se lo perdonó todo” por fin a su padre—un sádico—, y al cabo de dos años, sin motivo aparente, mató a un hombre que no tenía culpa de nada. Esa información confirmó mis suposiciones.
Como ya ha perdonado a sus padres durante la terapia, el sujeto no podrá dejar paso a sus nuevos sentimientos de ira, y correrá el riesgo de proyectarlos sobre otras personas. Dado que entiendo por terapia el descubrimiento sensorial, emocional y mental de la verdad reprimida en el pasado, veo en la exigencia moral de reconciliación con los padres un bloqueo y una paralización insoslayables del proceso terapéutico.
No obstante, la pedagogía negra es tan universal que, en las cartas dirigidas a Miller, se hallan a menudo consejos y regaños por lo que Miller dijo arriba:
“Eso sin duda fue un mal trago para usted, pero hace ya tanto tiempo. ¿No va siendo hora de olvidarlo?”
“El odio no le hace a usted ningún bien, le envenena la vida y prolonga su dependencia de sus padres. Hasta que no se reconcilie con sus padres, no se verá libre de ellos”.
“Intente ver también el lado positivo. ¿Verdad que sus padres a los que usted califica de malvados le pagaron sus estudios? ¿No le parece que usted es injusta?”
“No quiero forzarla a perdonar, pero no tendrá usted paz si sigue siendo tan intransigente, si no perdona”.
“Nadie se cura echándole la culpa a otros. No hay que olvidar que el niño también tiene una responsabilidad”.
“Los padres también son personas y pueden equivocarse”.
En su libro Miller les responde a esos llamados a la moral tradicional:
Todas estas afirmaciones tienen algo en común: son desorientadoras y falsas, pero pasan generalmente por verdaderas, pues las conocemos desde siempre.
El odio reprimido e inconsciente tiene efectos destructores, pero el odio vivido no es veneno, sino uno de los caminos por los que se sale de la trampa, del disimulo, la hipocresía o la franca destructividad. Y uno en verdad se cura cuando, libre de sentimientos de culpabilidad, deja de exonerar a los auténticos culpables; cuando uno se atreve a ver y sentir por fin lo que éstos hicieron.
Cuanto más claro veía que muchos de los actuales terapeutas se dedicaban a proteger el sistema educativo de sus padres a costa de los pacientes, mayor se volvía mi desconfianza hacia las terapias.
Las aventuras de Pinocho
“¡Oh papá!, ¡querido papá! ¡Si estuvieras aquí!” En la historia original, como decía, esas fueron las palabras finales del cuento antes de que el editor le pidiera al autor resucitar al muñeco. También es cierto que algunos han visto en estas palabras un símil con la manera como el Jesús del evangelio más antiguo termina, “¡Papá, papá!: ¿por qué me has abandonado?” Al igual que el editor de Collodi, los evangelistas Mateo, Lucas y Juan, que escribieron después de Marcos, modificaron la desolada tragedia en que Jesús muere para adaptarla al paladar de los fieles. En el cuento de Collodi, como en el evangelio de Marcos, “Esas fueron sus últimas palabras” —vale la pena volverlas a citar—. “Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas, y dando una gran sacudida se quedó tieso como muerto”. Fin.
Aunque Miller no analizó el cuento de Collodi, los que comenzamos a entrar al mundo cuya puerta nos abrió vemos que el sistema escolar es idealizado a costa del niño. He aquí un pasaje del prefacio de la espléndida edición en fascículos de 1965 que mi padre nos leyó a mí y a mis hermanos cuando éramos niños:
El error o la superficialidad de muchas ediciones de Pinocho reside, principalmente, en el hecho de que concede a las ilustraciones una atención primordial, en orden a ciertos designios gráficos, pero sin una clara trabazón con el texto. En nuestra edición, por el contrario, los dibujos han sido realizados expresamente en Toscana, donde el autor imaginó su obra maestra.
A iniciativa de mi padre mandé a encuadernar los fascículos publicados por Editorial Codex en el taller de un encuadernador tradicional. Sólo así leí el libro, cuya copia encuadernada tiene a mi firma en su primera hoja en blanco con la fecha del 26 de julio de 2006. A continuación cito algunos pasajes que retratan por qué el cuento original de Pinocho es un perfecto caso de lo que la difunta Miller llamaba pedagogía negra. Usaré el encuadernado de los fascículos que aún existe en la biblioteca del hogar:
Geppetto era muy iracundo. [Capítulo II, pág. 9]
Ni siquiera ha aparecido Pinocho y el cuento revela la personalidad de su hacedor. Como muchas otras cosas, la imagen en la película de Disney de Geppetto como un viejito bonachón falsea el cuento de Collodi.
Pero precisamente el cuento de Collodi falsea la realidad, invirtiendo lo que sucede en el mundo real. Considérese por ejemplo el siguiente pasaje de pedagogía negra, en el sentido de proyecciones del adulto en el niño inseguro de sí mismo, representado por el muñeco de palo que aspira a convertirse en niño de carne y hueso. Cualquiera que haya leído el artículo de deMause enlazado en la entrada arriba de ésta, sabrá que son los padres los que, a lo largo de los milenios, han abusado de sus hijos y no vice versa, como se narra en el nacimiento de Pinocho:
Ante aquel garbo insolente y burlón, Geppetto se quedó tan triste y melancólico como nunca había estado. Y volviéndose a Pinocho, le dijo:
—¡Bribón de hijo! ¡Todavía estás a medio hacer y ya empiezas a faltarle el respeto a tu padre! ¡Mal, hijo mío, muy mal!
Y se enjugó una lágrima. [Capítulo III, pág. 19]
Cuando ya lo había terminado de hacer y Pinocho se escapó a la calle, continúa el cuento…
—¡Pobre muñeco!—decían algunos—. Tiene razón en no querer volver a casa. ¡Quién sabe cómo le va a pegar el bruto de Geppetto!
—¡Ese Geppetto parece una buena persona! ¡Pero es un verdadero tirano con los niños! [Capítulo III, pág. 22]
Aunque a renglón seguido de ese pasaje Collodi pone a Geppetto como la víctima, y a Pinocho como un malandrín que despreció a su querido padre, vale decir que, en la vida real, los niños que han huido a la calle lo hacen a causa de maltratos espantosos de sus padres. Como yo he tenido trato con estos niños, tengo la impresión que, detrás de cada niño de la calle—incluso los que no he entrevistado—hay horrendas historias de vapuleo familiar. Es muy ilustrativo que Collodi invierta la realidad en un cuento destinado a subyugar la voluntad del niño ante la del omnipotente adulto. Pero esa es precisamente la razón por la que su cuento se convirtió en bestseller en un mundo dominado por padres que querían educar a sus hijos.
He dicho que en la historia de Pinocho el niño socializado sacrifica su cordura en pos de recibir el beneplácito de sus padres. Veamos. El encabezado del capítulo IV reza: “La historia de Pinocho con el grillo parlante, donde se ve que los niños malos se enfadan cuando los corrige quien sabe más que ellos”. He aquí un pasaje ejemplar:
—¡Ay de los niños que se rebelan contra sus padres! [Capítulo IV, página 24]
El pasaje presupone que los padres (quienes les pegan, o atormentan emocionalmente y en algunas familias hasta los violan) siempre tienen la razón y siempre son benignos en el trato con sus hijos. Esto es justo lo opuesto que vimos en mi primera cita del cuento, que mostraban la parte oscura de Geppetto, a veces notada por los vecinos que lo conocían. El maltrato en el hogar es secundado por el maltrato en la escuela, por lo que Pinocho le dice al grillo:
—Pienso irme de aquí, porque si me quedo me pasará lo que a todos los demás niños: me enviarán al colegio. [Ibídem]
A lo que la voz del sistema adultista, simbolizada por el grillo que quiere inculcar una conciencia falsa, responde:
—Ya que no quieres ir al colegio, ¿por qué no aprendes, al menos, un oficio? [Ibídem]
Eso es un gran insulto, en tanto que no es un consejo que los adultos suelan dirigir con genuina empatía a los chicos. El año en que escribí estos pasajes sobre Pinocho escuché a mi hermano decirle a su hijo en tono iracundo que, si mi sobrino no quería estudiar en una escuela convencional, debía entonces buscar oficio; digamos, de cerillo en el supermercado (algo similar a lo que el grillo le propuso al muñeco). El consejo de mi hermano no fue dirigido al hijo en forma empática: fue un acto de agresión psicológica, en tanto que nadie en su sano juicio quiere ser un cerillo.
Volviendo a mi vida, si mis padres hubieran tenido empatía con el cineasta en potencia que fui de chico, me habrían apoyado para emigrar y, en vez de gastar en la escuela, mandarme esos escasos fondos para acompletar mis gastos en las cercanías de Hollywood. Como sabemos, eso no pudo ser. A propósito, a la película de Disney ni siquiera hay que verla. En el cuento original de Collodi el consejo del grillo fue tan insultante que Pinocho agarró un martillo del taller de Geppetto y se lo arrojó al maldito insecto, quien “se quedó en ese sitio, tieso y aplastado contra la pared”.
Los cuentos de hadas frecuentemente son parábolas de cómo los padres maltratan a sus hijos. En el más reciente ejemplo, las novelas Harry Potter, los padres abusivos han sido desplazados en los tíos a fin de no tocar las figuras parentales. Rara vez, como en el cuento Pulgarcito de Perrault, se dice a las claras que los padres abandonan a sus hijos en el bosque. Pero sigue habiendo desplazamientos en los cuentos de hadas del siglo XXI. En Inteligencia artificial se pone a un niño-robot abandonado en el bosque a fin de no decir que niños de carne y hueso eran, en otras épocas, víctimas de abandono por los padres.
En el relato original de Collodi el muñeco habla de Geppetto como si éste fuera su papá.
Entonces, llorando y desesperándose, decía:
—El grillo-parlante tenía razón. He hecho muy mal en rebelarme contra mi papá… [Capítulo V, pág. 27]
El soliloquio de Pinocho no sólo traiciona lo que había hecho antes: aplastar al maldito grillo por sus consejos de pedagogía negra. Ahora, debido a la “sustitución del sitio de control”, el niño se echa la culpa.
Después, Pinocho se carboniza los pies accidentalmente porque había salido a la fría intemperie lluviosa y los puso en un brasero lleno de ascuas. El narrador omnisciente de Collodi asevera que Geppetto era su papá:
El pobre Pinocho, aún con los ojos cargados de sueño, no se había dado cuenta de que tenía los pies quemados. Así que, en cuanto oyó la voz de su padre… [Capítulo VII, pág. 32]
Y aún así, con los pies quemados del niño de madera minusválido, el autor se las arregla para ponerlo como malo o egoísta; y a su padre como bueno y desinteresado:
—Estas tres peras eran para mi comida, pero te las doy con mucho gusto.
—Si quieres que las coma, hacedme el favor de mondarlas. [Capítulo VII, pág. 34]
Geppetto castigó al muñeco sin pies.
Mi encuadernado contiene 200 páginas de 23 x 30 cm y las ilustraciones son realmente envidiables por lo que dijo el editor en la cita de arriba (la traducción al castellano se hizo de la edición original de Fratelli Fabbri Editori en Milán, Italia, en 1965). La ilustración de Pinocho ahorcado la saqué precisamente de mi versión en castellano, publicada en Madrid, y debajo de esta entrada recojo otras noventa y dos ilustraciones. Parecería un poco loco que dijera que no quiero citar más de la obra de Collodi para no destriparla, pero aquel que la relea con ojos millerianos es como si la leyera por primera vez.
En la página 39 de mi encuadernado aparece una ilustración que cubre toda la página, mostrando al pobre de Geppetto en mangas de camisa porque, en pleno invierno, había vendido su vieja casaca de fustán llena de remiendos a fin de comprarle a su protegido un abecedario para la escuela. “Sólo los padres son capaces de ciertos sacrificios!…” dice Pinocho en la página 41 en una ilustración que lo pone en camino al colegio.
Aunque no contaré la trama, en la página 60 el muñeco tiene otro soliloquio: “…nosotros los niños somos muy desgraciados. Todos nos gritan, todos nos advierten, todos nos dan consejos”. Después de que Collodi lo hizo resucitar a instancias del editor, en la página 79 dicen los animales doctores, incluyendo el grillo también resucitado, que cuidan del convaleciente: “¡Este muñeco es un hijo desobediente, que hará estallar el corazón de su pobre padre!”
En la página 95 aparece un chimpancé-juez que siempre me ha recordado lo que dicen los llamados profesionales de salud mental cuando les contamos nuestras penosas historias con nuestros padres: “A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así es que apresadlo y llevadlo en seguida a la cárcel”. Se refería el chimpancé-juez a la zorra y al gato que no sólo le habían robado, sino ahorcado y dejado por muerto en la página 73, de donde saqué la ilustración de arriba.
Cuando en la página 96 Pinocho quedó libre de nuevo, se dijo a sí mismo: “Pero de ahora en adelante, me propongo cambiar de vida y convertirme en un muchacho bueno y obediente”. Y en la siguiente página: “¿Acaso hay muchacho más ingrato y con menos corazón que yo?”
Cuando llegamos a la página 101 el muñeco pierde otra vez su libertad. “Si hubiera sido un muchacho bueno, como hay muchos… no estaría aquí a estas horas, en medio del campo, haciendo de perro guardián”. Seis páginas más adelante dice llorando sobre una lápida de mármol: “Por qué, en tu lugar, no he muerto yo, que soy tan malo, y no tú, que eras tan buena?” Más tarde en el cuento Collodi hace que esta Hada vuelva a la vida y el autor traiciona su original metáfora en tanto que, en vez de hermanita de cabellos azules, resulta que más bien es su mamá. Pero tal “traición” denota de maravilla lo que había dicho: que los cuentos de hadas desplazan y transfieren la figura parental a otros. En la página 115, ya con Pinocho sabiendo que Geppetto se había echo a la mar para buscarlo, se dice en otro soliloquio: “Es el padre más bueno del mundo, y yo, el hijo más malo que pueda existir”. Es absolutamente fundamental tener presente la clase de Colin Ross que enlacé arriba para entender lo que Ross llama “la sustitución del sitio de control” al hablar de las mujeres que se autolesionan con navajas (así como estas palabras de Pinocho).
Cuando ya en la página 124 se revela al Hada crecida en mujer, ésta le dice: “Tú me obedecerás siempre y harás lo que yo diga”, mandato que involucraba que fuera el siguiente día a un colegio donde el muñeco sufriría un terrible bulling.
Cuando diez páginas más adelante el muñeco, vestido de rosa, se ve involucrado en un accidente con uno de sus compañeritos de escuela—accidente del que Pinocho es inocente—, el muñeco dice otra de sus frases que me recuerda que, después de la espiral de maltrato amplificante a la que me sometieron mis padres a partir de mis dieciséis años: “Y por eso, desde que estoy en el mundo, no he tenido nunca un cuarto de hora tranquilo”.
Quizá muchos de los conocedores del cuento saben que, ya más adelantada la historia (en el capítulo 30), al autor pone a la escuela como algo ineludible que todo niño debe cruzar a fin de no convertirse en burro. Pero la verdad es que toda la gente que conozco son burros en tanto que la escuela los socializó para que no se enteraran de los sucesos reales y más importantes de la vida (lo que compilé en el libro The fair race por ejemplo).
El cuento de Collodi invierte la realidad tanto en la dinámica con los padres como en la escuela. Ya en la página 169 Pinocho se dice: “¡Oh, si hubiera tenido una pizca de corazón, no habría abandonado nunca a mi buena Hada, que me quería como una madre, y que tanto había hecho por mí! Y, a estas horas, ya no sería un muñeco, sino un chico como todos los demás!” Como hemos dicho, en la historia humana no han sido los niños quienes abandonan a sus padres sino éstos a sus hijos. Once páginas después, cuando el comprador quiso ahogar al burro en el mar y lo único que hizo fue quitarle el cuerpo de burro, le pregunta a Pinocho:
—¿Y quién es el Hada?
—Es mi mamá. Y se parece a todas las buenas mamás, que quieren lo mejor para sus hijos y nunca los pierden de vista, y los asisten amorosamente en cada desgracia, aun cuando los niños, por sus barrabasadas o por su mal comportamiento, merecieran que los abandonasen…
En las páginas finales, después de rescatar a su papá Geppetto de la panza del monstruo marino, Pinocho ayuda amorosamente a un Geppetto debilitado y a una Hada Azul convaleciente.
En aquel momento el sueño terminó… Se había transformado en un muchacho como los demás.
En la siguiente página termina la historia.
Invito a los visitantes de este sitio a familiarizarse con mis libros de la barra lateral a fin de derrumbar el tabú más potente de la raza humana, por usar las palabras de Bárbara Rogers citadas arriba.