La Luna del Tarot

“Mientras no mueras y resucites de nuevo,
eres un desconocido para la oscura tierra”.

—Goethe

He dicho que no creo ni en la magia ni en las artes mánticas. No obstante, la odisea de mi vida entera puede entenderse con símbolos arquetípicos, a fin de ahorrarme las miles de páginas que habría cubierto De san Francisco a Himmler:

El Sol. Yo estuve en ese jardín vallado, como se ve en el muro dibujado detrás del par de niños en la ilustración de Marsella. Ese jardín fue mi Palenque cuando era un niño, de 1967 hasta 1974. Alcancé los momentos más perfectos de mi vida al cruzar, en varias ocasiones, al lado del tronco de mi gran árbol a la izquierda y la pared de la casa de los vecinos a mi derecha. Nada sabía de los horrores del mundo en ese paraíso vallado. Mi salud mental en esos momentos fue de verdad absoluta.

La Emperatriz. El problema inició cuando mi madre no pudo concebir que su hijo mayor comenzara a crecer. A mis quince años, y aún más cuando cumplí dieciséis, mi crecimiento se convirtió en una amenaza para una mujer insegura que quería mandar de manera tiránica. Nadie podía tener mente ajena a la de la emperatriz, y a quien osara tenerla había que ponerle ladrillos en la cabeza.

El Diablo. Una madre endiablada no habría podido destruirme, pero comenzó a susurrarle diabluras a su marido. En la imagen sobre esta carta vemos a dos sujetos degradados, un hombre y una mujer adultos, encadenados al Chamuco que los controla. Ese enorme Diablo, en tanto que mis padres nunca llegaron a ver sus rabos—rabos que aparecen en la carta de Marsella en mi tomo anterior en el capítulo final de Madre, bajo el rubro “Mi bisabuelo sin ojos”—, fue su perene folie à deux que tuvo su punto álgido en 1976, y que destruiría más de una vida.

La Muerte. En los sueños repetitivos que Corina tuvo ese año y en 1977 me soñaba descuartizado. En el dibujo de esta carta se ve a La Muerte con su guadaña y dos cabezas decapitadas en el suelo, un joven y una joven, con los manos y pies amputados también en el suelo. Eran tiempos del inicio de la muerte psíquica tanto mía como de mi hermanita: ambos desmembrados por nuestros padres otrora amorosos, ahora asesinos del almas.

La Rueda de la Fortuna. Pero aún quedaba nuestra querida casa de Palenque. En 1978 el par de humanos con pezuñas encadenados al Diablo nos la arrebataron. Fui a parar a un lugar maldito en el que apenas podía dormir de arrimado con mis hermanos: ellos en camas y yo en un incómodo sofá. Del jardín vallado con mi querido árbol la fortuna me volteó al nadir del mundo: a un mar de ruido en tanto que el cuarto de los hermanos daba a un ruidosísimo viaducto. Jamás me recuperé del vuelco de la fortuna al abandonar Palenque: el más brutal golpe que recibí en la vida.

El Loco. Después de morir psíquicamente y del vuelco, del hijo más privilegiado al más marginado, quedé virtualmente como el personaje de esta carta. Cierto que huí de nuevo algunos meses a la casa de mi abuelita, pero ese mismo año del 78 tendría un sueño en que sólo un sarape me cubría en el parque al que iba, y debajo del sarape estaba desnudo. El sueño se repetiría varias veces: símbolo de que me había quedado como la figura del Tarot, un desposeído o vagabundo.

El Mago. Para el 79 el vagabundo errante se trasmutó en un aprendiz de mago. Entré a una secta: un gran retroceso de mi etapa del año anterior, en tanto que el desposeído al menos había sido feliz una breve temporada con la abuelita. Los escatólogos engañaron al muchacho confundido y le hicieron creer que podían salvarlo de su infortunio. Uno de ellos le dijo abiertamente que estudiara su metafísica “¡para que tengas dinero y viejas!”

El Colgado. De haber permanecido con mi abuelita sin engaños y lejos de mis padres, el tiempo me habría sanado. La secta fue un descomunal golpe para mi sano juicio. En ese entonces no había forma de que me enterara de sociedades como las de los escépticos de lo paranormal, o literatura que me desengañara de las narrativas neotestamentarias. Escatología me dejaría sin dinero y célibe: lo opuesto a lo que había prometido el Mago Juan (un charlatán en realidad). En algunas versiones del Tarot se ven unas monedas que se le caen al sujeto colgado de cabeza entre dos palos. Encontrarme sin oportunidades en una secta fue como hallarme sin capacidad de moverme en el mundo, con una de mis piernas atada al poste. Sin oficio o carrera me era imposible bajarme de ahí.

El Carro. Todo un libro podría llenar sobre la pesadilla que inició en mayo de 1982 cuando le robé el carro a mi padre para venderlo y largarme a Europa. Así fue como traté de zafarme de la posición del colgado en un Méjico sin oportunidades y sin carrera: huyendo en un carro robado como el que se ve en este triunfo. Pero no escribiré ese libro. Ni siquiera lo resumiré en un capítulo. Sólo quiero rememorar que, al venderlo, me llevé la licencia de manejo de papá y me sentí terrible al ver su rostro al tirarla a la basura en Tejas, en tanto que ahí había sido mi primera parada. Todo el viaje en Greyhound hasta Nueva York sufrí un terrible gusano mental con unos compases de Les noces de Stravinski. En mi locura volé de Nueva York a Londres y luego a París pero no aguanté mucho en Europa. Tuve que regresarme. Mis lágrimas escurriendo en mis mejillas en el estudio de mi padre cuando le regresé lo que me quedaba del dinero del carro robado fueron tan hondas y emotivas que hasta las llegó a sentir. Pero el problema central no se ventiló entre nosotros, por lo que en los siguientes años yo caería, después de leer El fin de la infancia y ya viviendo en el cuarto de azotea de los Galindo, a la gran tiniebla.

La Luna. Inspirado en la novela de Clarke huí de nuevo a los Estados Unidos, esta vez con la esperanza de desarrollar los poderes que había prometido Walter. Jamás me percaté de que, al querer realizar semejante hazaña, entraría de lleno a la negra noche de mi alma. En lugar de “liberar psi” los perseguidores internos me acosaron inmisericordemente por algo que ignoraba: aún no ajustaba cuentas con mi papá. Si vemos la imagen no sólo de Marsella, sino de otras interpretaciones artísticas como la de abajo, se descubren algunas cuestiones.

“El héroe no aparece en la lámina”, escribió Nichols. “Su ego intelectual se halla todavía sumergido, y si ello es posible, cayó más profundamente en una depresión, pues no aparece ninguna figura humana que le ayude a salir de la oscuridad”. La escritora junguiana tenía en mente el siguiente triunfo, el de La Estrella, donde vemos una figura humana, aún de noche. Pero en la Luna el héroe “está tan inmerso en el acuoso inconsciente como lo está el prehistórico cangrejo de río prisionero en el estanque. Ninguna mano alcanza prestarle ayuda, ninguna estrella ilumina su cielo. Éste es el momento más negro de su viaje”. Y efectivamente: en 1985-1988 nadie me socorrió en el vecino país del norte. No importa que Nichols no haya fungido como mi Beatriz en al selva oscura. La interpretación que hace de tan arquetípico símbolo me mueve a identificar esa etapa mía con sus letras. “El territorio que se halla al otro lado del agua es una tierra desconocida. Avanzar por ese lugar de terrores abismales y promesas infinitas requiere un gran coraje. Esta transición que ahora debe afrontar el héroe debe pasarla desnudo y solo… y sin seguridad alguna de llegar a las torres que le hacen señas en lontananza”.

Tenía que transformarme para renacer de aquella noche de terror y las doctrinas escatológicas de la iglesia de Roma. Infortunadamente, en el dibujo original de Marsella (no en el que vemos a la izquierda), el astro celeste “parece succionar las energías del héroe, dejándole totalmente debilitado para cualquier acción que se proponga”. Cuando vivía en California, al igual que los perros, tan atrapados como el héroe bajo el encanto de la diosa de la noche, le aullaba a la Luna porque las torres estaban aún distantes en mi horizonte. La criatura acuática que fui tardó años en recuperar su forma humana y alcanzar una de las torres que albergaba la literatura que me salvaría de la creencia en psi. La otra torre albergaba libros que me salvarían de la creencia en la historicidad de Jesús. Pero muchos años iba a tardar en transitar la vereda de la imagen en esa noche encantada hacia las torres de la sabiduría.

La Estrella. Una regresión a nivel de lobo aullador conduce a la locura, nos dice la junguiana. Pero como ilustra el dibujo de Marsella sobre el siguiente triunfo, La Estrella, había que sentir el rayo de la esperanza que Octavio nunca sintió. A pesar de mis persistentes lacrimae lunae nunca la perdí: siempre creí que era posible salvar, al menos, parte de mi vida después de tan larga noche.

El Enamorado. En febrero de 1988 crucé la frontera al país natal con el fin de escribir con calma la Epístola a la madre. En la carta de Marsella de este triunfo vemos a una mujer fea y a otra bella flanqueando al personaje que Nichols llama nuestro héroe. Naturalmente yo deseaba a la bella, pero la oportunidad con Catalina había pasado. Así, en los años noventa salí varias veces a Europa en busca de una segunda Catalina, en tanto que en el país la mayoría eran como la fea de esta carta. Fracasé en esos viajes intempestivos y tenía que fracasar por necesidad: había huido, una vez más, sin ajustar cuentas con mi padre. Si había fracasado a escasos pasos de la casa de la abuela ¡ya podemos imaginar mi suerte al otro lado del Atlántico!

Cuando a mediados de los años noventa, en un restaurante cerca de su casa, Paulina me dijo que yo era “una buena persona” sus palabras representaron una revelación. Nadie me había dicho eso. Antes no había recibido sino improperios de quienes le creyeron a mi madre, o hirientes indiferencias con quienes quise comunicarme. Pero he aquí que alguien me decía por vez primera algo a contrapelo de lo que me había dicho toda esa basura humana. Aún así, a mis cuarenta fui una vez más a Inglaterra, donde me estuve un año, en busca de la bella de este triunfo.

El Ermitaño. Después de los grotescos viajes a Europa en busca de una mujer no tuve más remedio que abandonarlo todo en busca de una introspección más profunda. Tuve que renunciar a la búsqueda de Eros, que implica un trabajo convencional, en tanto que sin curar mi herida no iba a llegar a ninguna parte. El lazo con el mundo de los mortales estaba roto. Como Miller dice de Nietzsche, el filósofo eremita no podía comunicarse con sus congéneres debido a que acarreaba un gran dolor: algo que yo tampoco podía compartir con otros. Tuve que prescindir de la compañía humana y embarcarme en el autoconocimiento. “A través de su sufrimiento y de su soledad”, escribe Nichols, “estas gentes se vieron forzados a encontrar recursos en su propio interior”. Infortunadamente, y a pesar de que ya me encontraba leyendo los atesorados libros de las torres, aún no era capaz de ver lo que realmente había sucedido en mi vida. La pedagogía negra de Nichols misma e incontables otros me impedía cumplir con el mandato del oráculo de Delfos.

La Papisa. Ya en el nuevo siglo descubrí, en un olvidado y polvoriento rincón de la biblioteca de una de las torres de la sabiduría, a la Miller que cambiaría mi vida.

La Templanza. Pero la judía Miller, quien de niña estuvo en el gueto de Varsovia, tenía grandes limitaciones y no sólo me refiero a su errada visión sobre el canciller alemán. La ilustración de Marsella de este triunfo muestra a un ángel (según Walter, el ángel simboliza una idea que brota de la conciencia de un individuo). Este ángel vierte un líquido de una jarra a otra, el tránsito de una odisea interior a una vuelta al exterior. A finales de 2008, cuando terminé de revisar mis Hojas, descubrí que el mundo estaba tan loco como mi familia. El paso del líquido de una jarra a otra fue el tránsito de las ideas de Miller a los ideales de los nacionalsocialistas.

El Papa. William Pierce fue mi nuevo mentor después de Miller. La iluminación en cuestiones del mundo exterior me llegó gracias a su primera novela y a un libro de no-ficción: su historia de la raza blanca. Con la aparición de un papa en cuestiones del espíritu mi psique ya estaba equilibrada del conocimiento emocional de la papisa (ánima y ánimus según la nomenclatura junguiana).

El Emperador. No sólo el legado de Pierce me ayudó. Fue gracias a los textos de varios nacionalistas blancos que descubrí la estatura de Adolf Hitler, quien debió haber ganado la guerra y su memoria convertirse en el Carlomagno del siglo XXI. Hitler y el nacionalsocialismo reemplazaron al nacionalismo blanco por razones que se desprenden de The fair race. Desgraciadamente, la densa y lunática noche que ha cruzado Occidente desde Constantino impidió este proceso de sanación en la raza blanca, así como Escatología impidió mi ya iniciado proceso de sanación a finales del 78. Lo que padecí en California bajo la severa mirada de la Luna ahora lo padece todo occidental, incluidos los nacionalistas blancos. Increíble rueda de la fortuna: ahora yo el más cuerdo y ellos el loco del Tarot.

El Juicio. En mis cincuentas terminé de resucitar después de la muerte espiritual que me habían inflingido mis padres de chico. El dibujo de Marsella de este triunfo muestra a tres figuras humanas desnudas, pero sólo el héroe sale resucitado de una tumba. Si colocamos las cartas por orden numérico en lo que podríamos llamar Mapa del Viaje, en el tendido de todas las cartas que aparece al final del libro Jung y el Tarot este triunfo se encuentra debajo de La Muerte. “Psicológicamente hablando”, escribió Nichols, serán llamados a una nueva dimensión de conocimiento hasta aquí desconocida”. Y un par de páginas más adelante añadió: “Ahora parece resurgir de su larga noche para unirse a las dos figuras que esperan vigilantes al lado de la tumba”. Usando mi propia metáfora diría que salió el sol después de decenios en mi largo invierno: un sol que no calienta como me calentó en Palenque, pero que al menos me da sus rayos de luz.

Vale decir que en lo más negro de 1976, tiempos de la muerte y desmembramiento de mi espíritu en casa de mi abuela, mi madre me había mandado unas sábanas con figuras curiosas. Seguramente ella ignoraba lo que esas figuras representaban: precisamente las figuras del Tarot aunque no los dibujos de Marsella, sino de Rider (la imagen que recogí arriba sobre La Luna proviene precisamente de esta última). La única imagen que se me grabó de esas sábanas fue precisamente la del Juicio en que un ángel apocalíptico tocaba la trompeta. Pero lo que importa es la figura humana. Nichols escribe sobre la ilustración de Marsella: “La figura que surge de la tumba no es un recién nacido sino un hombre crecido. Ha resucitado”. Quién le hubiera dicho a ese muchacho de diecisiete años que tanto decenio iba a pasar para que la trompeta lo devolviera al mundo de los vivos.

La Fuerza. El triunfo del Juicio significó un renacimiento en mi vida. Una vez pasado este triunfo se acabó la carta que más me ha fascinado: la de la larga y penosa noche oscura de mi alma. La imagen de este nuevo triunfo muestra a una figura humana con un sombrero semejante al sombrero del Mago. Pero el mago estaba loco en los dogmas de una secta. Recordemos la frase de mi carta desde la locura a mi primo hermano: “¿Lo haré Octavio? ¿lo haré? Mas si mi resurrección es entera… el fin del mundo”. En la carta, a diferencia de la falsedad de Escatología, ahora la figura humana usa el mismo sombrero que el héroe tuvo de joven pero para promulgar algo verídico. Como dijo Goethe a quien cité al inicio de este apartado: “Si un hombre persistiera en su locura, se volvería sabio” aunque para eso tuve que mudar muchas pieles. Así, de vuelta al mundo de los vivos, comencé a comunicarme con mis semejantes por medio de internet, en el idioma que más se lee en el mundo. Blogueé con tal fuerza que hice hablar al majestuoso león con el que había soñado en 1978. A diferencia de la carta El Mago, la figura de la imagen de la Fuerza no sostiene una varita mágica sino que sus manos sostienen las fauces del león.

En el triunfo de la Fuerza termina mi odisea al momento de escribir. Los otros tres triunfos que quedan de los llamados arcanos mayores se refieren al futuro de mis ideales y de estos tres sólo presenciaré, acaso, la Torre de la Destrucción: el colapso del dólar de la nación que más daño ha causado a la raza aria. Las siguientes cartas representan triunfos míos en una tierra prometida que ya no veré.

La imagen del alegre bailarín en la versión de Marsella de El Mundo es sustituida por el de la Nueva Jerusalén en otras versiones del Tarot. A mi modo de ver, la utopía radica en la destrucción absoluta de Jerusalén y en la victoria final del bailarín de Grecia y Roma: un Cuarto Reich que debiera durar milenios. Respecto a los nerdels que veo a diario al salir, varias veces en el pasado, de regreso de mi vuelta peripatética por la calle Niño Jesús, con una barda a mi derecha que ocultaba al mundo neandertalesco y con la música de Los maestros cantores de Nuremberg en la cabeza, me imaginaba que estaba en un mundo germano y hasta me llegaban leves imágenes de nórdicos con aquellos típicos cascos alados. Esas fantasías eran, naturalmente, un mecanismo compensatorio frente al lugarejo al que mi padre me había condenado a vivir (así ha de quedar el Mundo después de la debida limpieza étnica).

Pero el triunfo de las catorce palabras, tal y como se plantea en Los diarios de Turner, es insuficiente. La meta final es el triunfo de La Justicia: la implementación de las cuatro palabras con las que soñé al final de mi previo tomo.

Published in: on 3 May, 2022 at 8:02 pm  Deja un comentario  

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