Aullante sociedad

He aquí una introducción censurada que no aparecerá en mi quinto libro. Mis notas entre corchetes han sido escritas el presente día:
 

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En la primera sección veremos las consecuencias de la herida de mis diecisiete años, el temor a la condenación, cerrada en falso: tema que nos dará la clave para entender por qué cientos de millones de humanos continúan adorando a deidades tan horribles. Sólo en la segunda sección hablaré de mi visión sobre un idóneo futuro de la humanidad que le dio el título de exterminio a este libro [originalmente lo iba a llamar El exterminio de los Neandertales]: ideas que había elaborado mucho antes de leer a Miller y a deMause, y que tienen su raíz en ese grito desesperado de un chico retorciéndose en el brasero de Moloc [ésta es una referencia al final del Quetzalcóatl, mi cuarto libro].

A pesar de que la inmensa mayoría de individuos traumatizados permanecen en la oscura ignorancia a lo largo de sus míseras existencias, no deja de parecerme increíble la cantidad de tiempo, tres decenios de hecho, que tardé en comprender lo que mis padres y su sociedad me habían hecho. Y sí que fueron vergonzosas las operaciones de seguridad que desarrollé en mis desesperados intentos de salir de esa Gehenna mental. Tales mecanismos me llevaron a una tan larga noche de mi alma que no viene al caso recogerla en múltiples volúmenes.

LunaBaste decir que, aunque soy un completo escéptico de las artes mánticas, me viene a la mente el símbolo de un par de cartas del Tarot marsellés. En La Luna podemos imaginar cómo las psiques de los bicamerales mesoamericanos, sus lacrimae lunae, tan atrapados como los aullantes perros en una noche perpetua, se dirigen de la tierra a la luna: al igual que su insaciable y demandante astro [otra referencia velada a lo que digo en mi Quetzalcóatl]. En la carta de El Sol, en cambio, las gotas multicolores se dirigen al revés: del astro a dos niños. Éstos se encuentran uno frente al otro, retozando en la gloria solar y tocándose con las manos: gesto de un amor no erótico sino compasivo entre sí. La centenaria ilustración de Marsella nos muestra a los niños semidesnudos en un lugar protegido por una valla. El sol los protege y bendice como un padre que provee (no demanda) sus energías para cuidarlos. En vez de sacrificarla en el altar de la pedagogía negra, la vida infantil es una experiencia para ser disfrutada. Una escritora junguiana ve a los protagonistas de esta carta como un niño y una niña: “Estos gemelos, separados ya y fuera del Edén que les albergaba, crearán juntos un mundo nuevo”.

solEl splendor solis o gran crescendo en psicogénesis de nuestra especie será revelado al final de este libro. Por el momento me limito a decir que, a diferencia de mi etapa lunática [me refiero a la caída en sectas y seudociencias de las que hablo en el quinto libro: etapa tan bien simbolizada en la carta de La Luna], ahora me siento envuelto de mediodía y lo veo todo tan claro y transparente que debo decir que no fue Pau [una vieja amiga mía] mi testigo conocedor, como algunos lectores pudieron creer al leer el tercer libro: sino la sensación de haber sido espejeado en un alma conocedora del núcleo de la psique humana, como me sucedió al leer El saber proscrito y Breaking down the wall of silence. Es Alice Miller la persona con quien en mayor deuda me encuentro, y el hecho de haberla descubierto tan tardíamente es algo que me molesta sobremanera.

No fue mi culpa. Aunque El saber había sido publicado desde 1990 en castellano no lo descubrí sino hasta doce años después; y Breaking (Abbruch der Schweigemauer), que leí en inglés, hasta el momento de escribir esta línea no ha sido traducido al español. Este último libro muestra la madurez del pensamiento de Miller. La aullante sociedad no me había anunciado sus hallazgos y perdí las mejores primaveras de mi vida. ¡Cómo recuerdo una reseña en que la autora se preguntaba por qué esta mujer no acaparaba las primeras planas de los diarios! La triste verdad es que ni siquiera acapara atención en las bien resguardadas torres de la academia que se ven en la carta de La Luna. Recordemos el escándalo que, a la fecha, ninguna universidad cuenta con cátedras sobre el saldo emocional que ocasiona el maltrato parental en los hijos.

A pesar de que mi larga noche provino del hecho que la humanidad entera le aúlla a La Luna, me cuesta trabajo eludir mi irracional vergüenza por no haberme podido liberar antes yo solo. Al verme ya tan entrado en años, tan lejos del efebo que fui, me llega la sensación de que debí haber iniciado ese trabajo interno, que culmina ahora con la publicación de estos libros, en mi adolescencia. De haberlo hecho, desde hace tiempo le habría dado el carpetazo a este duelo autobiográfico y sería un Kubrick consagrado. Pero era imposible sin auténticos testigos conocedores, y a mediados de los años setenta los libros de Miller ni siquiera habían sido escritos. Tuve que esperar veintisiete años más para el encuentro total, como en la carta El Sol, que partiría mi vida en dos. Sólo hasta ahora veo que ese Dios Padre que le temía era una proyección mía de la parte negra del alma de mi padre; de sus demonios transfundidos en mí: mis dementores. Pau no me habría conducido a este saber proscrito dado que nunca quiso ajustar cuentas con su familia, y jamás abandonó su piadoso catolicismo.

Así que, lo digo por última vez: gracias, Alice, por haber conjurado el Expecto Patronum! que finalmente alejó a mis dementores.

Published in: on 7 octubre, 2011 at 8:55 pm  Comments (1)