Aclaración: Podríamos definir a la pedagogía negra, el término que la psicóloga suiza Alice Miller popularizó, como la acción refleja de los normies de aleccionar a la víctima de maltrato parental en lugar de entender que están frente a una tragedia familiar y psicológica. Al igual que la previa entrada en que juego con los símbolos del Tarot, el presente es un post en el que recojo unos textos que originalmente iban a venir en mi trilogía, pero que al final de cuentas preferí exhumarlos para este sitio:
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Decía que la moraleja de lo sucedido con Catalina me impresionó en demasía pues incluso, a tan tardía edad en que me atreví a pasar al papel esas memorias, desconocía los niveles de devastación psíquica causados por lo que mis padres me hicieron. Y esto me mueve a escribir que el poder del género literario que quisiera inaugurar podría avasallar a toda la inmundicia que se enseña en las universidades sobre lo que llaman sicología, si tan sólo unos cuantos autores que llegaran a la fama revelaran los estragos que algunos padres causan. El caso es que la gente en general desconoce la categoría de apego de un hijo con un padre como el mío. La gente vive en la más densísima tiniebla respecto a cómo funcionan sus propias mentes, y es tan absurdo creer que el asunto de sanarse es volitivo (en lugar de reconocer lo que es: una descomunal lesión en el yo interno) como pedirle a Corina que simplemente abandone sus paranoias, o a Octavio [Nota del autor para estas Hojas eliminadas: Octavio fue mi primo hermano que se suicidó el mismo día que mató a su hija] que haga un esfuerzo de voluntad para olvidarse de su ideación suicida u homicida. Aquellos lesionados que creen que el humano es dueño y señor de sus emociones terminan como mi hermana, o como mi primo. Es la ausencia del género literario que revele nuestros corazones lo que me motiva a añadir esta tardía entrada.
Pues bien: a lo largo de los años me deshice de muchas películas (en DVDs) con mensajes malos que estaban en el estudio de mi padre. Conservé sólo aquellas que merecen conservarse, ordenándolas por la carga afectiva que he sentido por ellas. Es revelador que las que quedaron en los primeros cuatro lugares sean películas que había visto de niño cuando papá me llevó sólo con él a los antiguos teatros de los años sesenta donde las pasaban: 2001: Una odisea del espacio, El planeta de los simios, Jasón y los argonautas y Ulises en el orden como las dejé. Hubo otras que vi con papá en esa década pero no he podido indagar cuáles fueron, por lo remoto de las memorias. Después, los discos ya ordenados incluyen a La bella durmiente que, como vimos hace mucho, la vi con mamá de pequeñito; y luego La novicia rebelde que vi más de una vez de niño, también en los años sesenta, aunque de esta última ya no recuerdo a mi madre. Ben Hur, como también vimos hace mucho, le impresionó no sólo al niño sino al púber César en su viaje a Cintalapa, y en los videos ordenados luego aparece Hamlet que, a diferencia de las otras, vi con papá ya en la televisión, después de haber padecido sus primeros arrebatos Hyde. Después de Sensatez y sentimientos y Orgullo y prejuicio que tanto le gustaban a mis padres, aparece Muerte en Venecia que vi cuando mis padres ya me habían destrozado, aún viviendo en Palenque. Luego aparecen en el estante Inteligencia artificial, Shane, la antigua de Viaje al centro de la tierra que vi con mi familia en la pantalla grande y Tiburón. A esta última la vi solo en 1976 durante la etapa más negra de mi vida. En casa de los Galindo comenté sobre la película a la Yoya (aún recuerdo su mirada, como tirándome de loco, en tiempos en que la infame calumnia de mi madre era difundida en la familia). Shane tiene un significado especial por lo dicho en mi previo tomo pocos días antes de que muriera papá.
Así que, de las setenta y cinco películas que quedaron después de mi gran purga, las primeras que puse en un lugar privilegiado son un tesoro de mi corazón porque había ido sólo con papá a verlas, mucho antes de la tragedia (a esa edad, como sabemos, los años parecen eras enteras). Que esas añejas memorias aún habitan en mi núcleo es notorio desde mi vocación de cineasta a tan temprana edad: un clarísimo introyecto del buen papá antes de la metamorfosis familiar. Y si digo que es charlatanería lo que en la universidad se dice sobre el alma humana es porque, al ignorarla, han sido incapaces de entender cómo esas metamorfosis Jekyll-Hyde te rajan el espíritu. Ese es el mensaje de mi sueño “Boquiabierta de atacado” de mi previo libro, y a lo que quiero llegar es que hay un umbral que hay que cruzar: umbral que nadie que conozco ha cruzado y que, de cruzarlo, el nuevo género literario podría poner a la humanidad de cabeza.
La discípula de Jung
En la primera página del capítulo introductorio de Carl Jung a El hombre y sus símbolos el compilador escogió una imagen que cubre la página entera: la entrada a la tumba del faraón egipcio Ramsés III. La idea era mostrarle al lector, en un libro que popularizó a la psicología profunda, que estaban por ingresar a un viaje de descubrimiento del inconsciente. Claro está que, después de Alice Miller, la terapia junguiana nos parece un extravío. Pero fue editorialmente acertado poner la imagen del umbral incluso antes de la primera palabra salida de la pluma de Jung: ilustra la iniciación al misterio del propio inconsciente. E inconsciente tiene por necesidad que ser, en tanto que el problema del apego con el perpetrador ha impedido a los humanos entrar al inframundo de su propia mente.
A la puerta egipcia de la primera página de El hombre y sus símbolos la interpretaría hoy día como la puerta que Miller abrió: el pasaje a un mundo al que apenas acabamos de entrar. A este mundo ni Jung ni ningún otro psicólogo teórico o clínico entró. Ni siquiera Miller misma, quien tan sólo nos abrió la puerta. Como vimos en mis anteriores tomos, Lidz, Laing, Arieti y más recientemente Ross vieron la puerta, pero no la abrieron en tanto que fallaron en ponerse de parte de la víctima al nivel de lo que Miller llamó un testigo cómplice. El caso de Colin Ross, el único que vive de los mencionados, lo ejemplifica. Hablando de sus cliente, dijo que padecían del irresistible deseo de que sus padres comprendieran lo sucedido—en mi metáfora, hallar el Grial—para poder sanar. En mi libro sobre Leonora vimos que ella necesitaba reconocimiento de parte de mi madre de que el fallo provino tanto de mi madre como de mi padre. Sólo así era posible sanar, recobrar la propia cordura. Recuérdese el revelador sueño con el que inicia Leonora, el cual ilustra la añoranza por el Grial de manera muy dramática. Pero a renglón seguido de esa observación que hizo Ross de sus clientes, añadió algo que me irritó. Lo cito de memoria: que “las probabilidades de que eso ocurra son cero”, como queriendo decir que es una demanda irreal, o irracional, pedirle a los padres de sus clientes que cobren conciencia de lo que hicieron.
Aquí se ve que Ross no funge como testigo cómplice en su Instituto Ross del Trauma Psicológico a pesar de que usa al modelo del trauma de los trastornos mentales. Sólo compárese la postura de Ross con mi terapia A.I. que, aunque irrealizable, en tal fantasía la víctima percibe que me pongo de su parte y de manera incondicional. Si no es posible llevar a cabo semejante terapia al menos no le cuelgo un yugo, análogo al perdón unilateral, al cliente. Recordemos que sólo los padres conocen el password para sanar al hijo víctima. El hecho que, a diferencia de cuentos de hadas como la película de Spielberg, se nieguen a teclearlo, habla tan horrores de la humanidad que precisamente por eso he ideado una ideología exterminacionista. Si bien Ross vio la puerta que abrió Miller, no llegó a cruzarla. Pero los discípulos de Jung ni siquiera vieron la entrada a la tumba del faraón, a pesar de que la pongan en primera plana. Los sicoanalistas que ni siquiera ven la puerta dicen cosas aún más equivocadas que lo que dijo Ross. En la página 219 de la traducción al castellano del capítulo sobre el triunfo La Justicia de Jung y el Tarot, Sallie Nichols, una discípula de Jung, nos dice sobre el viaje arquetípico del héroe:
Tiene ya que dejar de reprender a sus padres o al Destino por las faltas cometidas contra él, por reales que éstas sean, y soportar el lastre de su propia culpabilidad. Solamente la persona loca está interesada por la culpa de otros, puesto que esto no puede cambiar. Si el héroe sigue viendo a sus padres como los malvados responsables de sus carencias y limitaciones, está tan atado a ellos todavía como cuando los consideraba salvadores infalibles.
Aquí Nichols parece estar en línea a las terapias que aplica el último idiota [me refiero al doctor Luis Cuevas, al que le dediqué un capítulo en uno de mis libros]. Su “puesto que esto no puede cambiar” es similar a lo que dice Ross: si la probabilidad de que los padres reconozcan su propia falta es cero, el yugo de sanarse recae en la víctima. Nótese, además, la morrocotuda contradicción en la frase: “Tiene ya que dejar de reprender a sus padres o al Destino por las faltas cometidas contra él por reales que éstas sean y soportar el lastre de su propia culpabilidad” (énfasis añadido). Aunque las faltas de los padres sean reales, la víctima debe culparse a sí misma.
Esto es precisamente lo que en mi segundo libro bauticé como “revictimación”: una práctica iatrogénica que nos impide sanar a menos de que rompamos con todo modelo “terapéutico”. Nichols escribía su texto cuando Miller aún no había publicado su primer libro. Jamás vio la puerta de Ramsés en tanto que, si comparamos el análisis de Nichols con el de Lidz, Laing, Arieti y Ross, al menos éstos sabían que el maltrato extremo en el hogar causaba la psicosis. Lo que escribió Nichols en la cita de arriba no fue un lapsus aislado. La pedagogía negra de esta discípula de Jung es manifiesta en otros pasajes.[1] Nichols no está sola por supuesto. Si hay algo que me llama la atención sobre el maltrato de padres a hijos es que la gente vea todo al revés en tanto que, hasta no culpar a la sociedad de nuestra desgracia declarándose uno inocente al ciento por ciento, nos será imposible comenzar a armar nuestros pedazos después de que nuestros padres nos tiraron desde la torre.
A quienes quieran aleccionarnos con pedagogías negras
Hasta no culpar a la sociedad de nuestra desgracia, declarándose uno inocente al ciento por ciento, es imposible comenzar a armar nuestros pedazos psíquicos después de que nuestros padres nos dejaron como la carta de La Muerte [véase el post que le sigue a éste, donde explico la metáfora]. Recuérdense siempre estas palabras: “Si se necesita una aldea para criar a un niño, se necesita una aldea para maltratarlo”. Así fue como un personaje que fungió como abogado resumió el problema en la película En primera plana, en tanto que todas las instituciones de Boston coludían para ocultar la endémica pedofilia de la iglesia.[2] Justo esa había sido mi idea en De San Francisco a Himmler: una aplanadora de multivolúmenes que demostrara masivamente mi inocencia y la culpabilidad ajena; expandiendo, como he dicho, el desfile de los idiotas de la segunda parte del libro intermedio de mis Hojas. El punto es que para comenzar a recuperarse uno debe recobrar su autoimagen previa al asalto al yo. Y eso es imposible con tan gran constelación de gente como Cuevas culpando a los adolescentes ya sea dentro o fuera de sus consultas. Sin embargo, como no tengo tiempo para semejante empresa literaria, qué mejor que citar las letras de Miller en El saber proscrito para responderle a Nichols y compañía:
[El hijo víctima de sus padres] necesita estar rodeado de personas que se pongan sin reservas a favor del niño. Yo no encontraba en ninguna parte a esas personas, ni siquiera en los terapeutas primarios. Quería saber lo que había sucedido en mi primera infancia, pero me faltaban los instrumentos necesarios. Con mis herramientas de sicoanalista no iba a ninguna parte. Viendo cómo muchos terapeutas siguen negando la verdad acerca de los malos tratos en la infancia, no me cuesta nada imaginarme que ahí se halla una parte importante de la respuesta a mi pregunta.
Al principio casi no podía concebir que mis ideas fuesen correctas a pesar de ser yo la única que las sustentaba. Si todos estaban de acuerdo, pensaba, en que sólo se pueden superar los síntomas si se perdona a los padres, ¿cómo puedo estar segura de no engañarme? Al fin y al cabo todos los demás, en conjunto, tienen que poseer mucho más experiencia que yo. Sólo una cosa me dio la respuesta: los recuerdos, recientemente evocados, del terror destructivo de mi madre. Comprendí que ese acuerdo general entre todos los terapeutas no es fruto de sus experiencias, sino de su educación.
En las numerosas discusiones de grupo en las que abordé el tema, apenas si había terapeutas que pudieran desprenderse de la creencia de que para librarse de los síntomas hay que perdonar a los padres… No se daban cuenta que de tal manera ejercían una manipulación pedagógica, y ello para alcanzar un objetivo al servicio de la moral tradicional. Al aliarse con dicha moral, los terapeutas recogen la herencia de los educadores que siempre se ponen de lado de los adultos y en contra del niño.
El sustrato moral de esas terapias era la ineludible exigencia educativa de perdonar a los padres una vez pasados los accesos de ira temporalmente permitidos. Tuve noticia de una persona que, al final de una terapia semejante “se lo perdonó todo” por fin a su padre—un sádico—, y al cabo de dos años mató, sin motivo aparente, a un hombre que no tenía culpa de nada. Esa información confirmó mis suposiciones. Como ya ha perdonado a sus padres durante la terapia, el sujeto no podrá dejar paso a sus nuevos sentimientos de ira, y correrá el riesgo de proyectarlos sobre otras personas. Dado que entiendo por terapia el descubrimiento sensorial, emocional y mental de la verdad reprimida en el pasado, veo en la exigencia moral de reconciliación con los padres un bloqueo y una paralización insoslayables del proceso terapéutico.
Tan ubicua es la pedagogía negra que, en las misivas dirigidas a Miller, frecuentemente se hallan consejos y regaños parecidos a lo que la junguiana escribió, o a lo que el último idiota dijo enfrente de mi madre. He aquí unos ejemplos de lo que los lectores le escribieron a Miller:
“Eso sin duda fue un mal trago para usted, pero hace ya tanto tiempo. ¿No va siendo hora de olvidarlo?”
“El odio no le hace a usted ningún bien, le envenena la vida y prolonga su dependencia de sus padres. Hasta que no se reconcilie con sus padres, no se verá libre de ellos”.
“Intente ver también el lado positivo. ¿Verdad que sus padres a los que usted califica de malvados le pagaron sus estudios? ¿No le parece que usted es injusta?”
“No quiero forzarla a perdonar, pero no tendrá usted paz si sigue siendo tan intransigente, si no perdona”.
“Nadie se cura echándole la culpa a otros. No hay que olvidar que el niño también tiene una responsabilidad”.
“Los padres también son personas y pueden equivocarse”.
¿El niño también tiene responsabilidad? Esto está a un paso de la respuesta psicótica de Juan del Río en su primera clase de Escatología al culpar al bebé de lo que le hacen los adultos. ¡Seguir la moral tradicional, responsabilizarse a uno mismo de lo que nos sucede, fue exactamente lo que Octavio hizo a lo largo de su vida adulta y ya vimos cómo terminó! Miller respondió a los llamados píos a la moral tradicional citados arriba de este modo:
Todas estas afirmaciones tienen algo en común: son desorientadoras y falsas, pero pasan generalmente por verdaderas, pues las conocemos desde siempre. El odio reprimido e inconsciente tiene efectos destructores, pero el odio vivido no es veneno, sino uno de los caminos por los que se sale de la trampa, del disimulo, la hipocresía o la franca destructividad. Y uno en verdad se cura cuando, libre de sentimientos de culpabilidad, deja de exonerar a los auténticos culpables; cuando uno se atreve a ver y sentir por fin lo que éstos hicieron.
El peligro de acudir con terapeutas, incluso los que han leído a Miller, es que la víctima es vuelta a violar en sus consultas. No es de extrañar que quienes hemos sido víctimas de esta segunda violación hayamos, de adolescentes, caído en pánico. De las palabras de Jeffrey Masson las que más me gustan son las siguientes: “Cada vez que se niega, ignora o invalida nuestra propia verdad experimentamos el mayor temor que podamos conocer: la amenaza de la aniquilación de nuestro yo”.
Las cursivas son mías, y hay que ejemplificarlas no sólo con lo que Amara me hizo a los diecisiete años, sino con los oídos sordos en el libro intermedio de mis Hojas, apostillado en previas páginas. No por nada Masson escribió esas palabras casi al inicio de su libro en contra de las terapias.
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[1] Sallie Nichols, Jung y el Tarot (Barcelona: Kairós, 1989). Véanse, por ejemplo, las páginas 33-34, 277, 308, 375 y 386.
[2] En el original en ingles me refiero a las palabras de Mitchell Garabedian: “This city, these people… making the rest of us feel like we don’t belong. But they’re no better than us. Look at how they treat their children. Mark my words, Mr. Rezendes: If it takes a village to raise a child, it takes a village to abuse one” (véase la película donde se escuchan estas sabias palabras: Spotlight).