Qué es la pedagogía negra

Aclaración: Podríamos definir a la pedagogía negra, el término que la psicóloga suiza Alice Miller popularizó, como la acción refleja de los normies de aleccionar a la víctima de maltrato parental en lugar de entender que están frente a una tragedia familiar y psicológica. Al igual que la previa entrada en que juego con los símbolos del Tarot, el presente es un post en el que recojo unos textos que originalmente iban a venir en mi trilogía, pero que al final de cuentas preferí exhumarlos para este sitio:

 

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Decía que la moraleja de lo sucedido con Catalina me impresionó en demasía pues incluso, a tan tardía edad en que me atreví a pasar al papel esas memorias, desconocía los niveles de devastación psíquica causados por lo que mis padres me hicieron. Y esto me mueve a escribir que el poder del género literario que quisiera inaugurar podría avasallar a toda la inmundicia que se enseña en las universidades sobre lo que llaman sicología, si tan sólo unos cuantos autores que llegaran a la fama revelaran los estragos que algunos padres causan. El caso es que la gente en general desconoce la categoría de apego de un hijo con un padre como el mío. La gente vive en la más densísima tiniebla respecto a cómo funcionan sus propias mentes, y es tan absurdo creer que el asunto de sanarse es volitivo (en lugar de reconocer lo que es: una descomunal lesión en el yo interno) como pedirle a Corina que simplemente abandone sus paranoias, o a Octavio [Nota del autor para estas Hojas eliminadas: Octavio fue mi primo hermano que se suicidó el mismo día que mató a su hija] que haga un esfuerzo de voluntad para olvidarse de su ideación suicida u homicida. Aquellos lesionados que creen que el humano es dueño y señor de sus emociones terminan como mi hermana, o como mi primo. Es la ausencia del género literario que revele nuestros corazones lo que me motiva a añadir esta tardía entrada.

Pues bien: a lo largo de los años me deshice de muchas películas (en DVDs) con mensajes malos que estaban en el estudio de mi padre. Conservé sólo aquellas que merecen conservarse, ordenándolas por la carga afectiva que he sentido por ellas. Es revelador que las que quedaron en los primeros cuatro lugares sean películas que había visto de niño cuando papá me llevó sólo con él a los antiguos teatros de los años sesenta donde las pasaban: 2001: Una odisea del espacio, El planeta de los simios, Jasón y los argonautas y Ulises en el orden como las dejé. Hubo otras que vi con papá en esa década pero no he podido indagar cuáles fueron, por lo remoto de las memorias. Después, los discos ya ordenados incluyen a La bella durmiente que, como vimos hace mucho, la vi con mamá de pequeñito; y luego La novicia rebelde que vi más de una vez de niño, también en los años sesenta, aunque de esta última ya no recuerdo a mi madre. Ben Hur, como también vimos hace mucho, le impresionó no sólo al niño sino al púber César en su viaje a Cintalapa, y en los videos ordenados luego aparece Hamlet que, a diferencia de las otras, vi con papá ya en la televisión, después de haber padecido sus primeros arrebatos Hyde. Después de Sensatez y sentimientos y Orgullo y prejuicio que tanto le gustaban a mis padres, aparece Muerte en Venecia que vi cuando mis padres ya me habían destrozado, aún viviendo en Palenque. Luego aparecen en el estante Inteligencia artificial, Shane, la antigua de Viaje al centro de la tierra que vi con mi familia en la pantalla grande y Tiburón. A esta última la vi solo en 1976 durante la etapa más negra de mi vida. En casa de los Galindo comenté sobre la película a la Yoya (aún recuerdo su mirada, como tirándome de loco, en tiempos en que la infame calumnia de mi madre era difundida en la familia). Shane tiene un significado especial por lo dicho en mi previo tomo pocos días antes de que muriera papá.

Así que, de las setenta y cinco películas que quedaron después de mi gran purga, las primeras que puse en un lugar privilegiado son un tesoro de mi corazón porque había ido sólo con papá a verlas, mucho antes de la tragedia (a esa edad, como sabemos, los años parecen eras enteras). Que esas añejas memorias aún habitan en mi núcleo es notorio desde mi vocación de cineasta a tan temprana edad: un clarísimo introyecto del buen papá antes de la metamorfosis familiar. Y si digo que es charlatanería lo que en la universidad se dice sobre el alma humana es porque, al ignorarla, han sido incapaces de entender cómo esas metamorfosis Jekyll-Hyde te rajan el espíritu. Ese es el mensaje de mi sueño “Boquiabierta de atacado” de mi previo libro, y a lo que quiero llegar es que hay un umbral que hay que cruzar: umbral que nadie que conozco ha cruzado y que, de cruzarlo, el nuevo género literario podría poner a la humanidad de cabeza.
 

La discípula de Jung

En la primera página del capítulo introductorio de Carl Jung a El hombre y sus símbolos el compilador escogió una imagen que cubre la página entera: la entrada a la tumba del faraón egipcio Ramsés III. La idea era mostrarle al lector, en un libro que popularizó a la psicología profunda, que estaban por ingresar a un viaje de descubrimiento del inconsciente. Claro está que, después de Alice Miller, la terapia junguiana nos parece un extravío. Pero fue editorialmente acertado poner la imagen del umbral incluso antes de la primera palabra salida de la pluma de Jung: ilustra la iniciación al misterio del propio inconsciente. E inconsciente tiene por necesidad que ser, en tanto que el problema del apego con el perpetrador ha impedido a los humanos entrar al inframundo de su propia mente.

A la puerta egipcia de la primera página de El hombre y sus símbolos la interpretaría hoy día como la puerta que Miller abrió: el pasaje a un mundo al que apenas acabamos de entrar. A este mundo ni Jung ni ningún otro psicólogo teórico o clínico entró. Ni siquiera Miller misma, quien tan sólo nos abrió la puerta. Como vimos en mis anteriores tomos, Lidz, Laing, Arieti y más recientemente Ross vieron la puerta, pero no la abrieron en tanto que fallaron en ponerse de parte de la víctima al nivel de lo que Miller llamó un testigo cómplice. El caso de Colin Ross, el único que vive de los mencionados, lo ejemplifica. Hablando de sus cliente, dijo que padecían del irresistible deseo de que sus padres comprendieran lo sucedido—en mi metáfora, hallar el Grial—para poder sanar. En mi libro sobre Leonora vimos que ella necesitaba reconocimiento de parte de mi madre de que el fallo provino tanto de mi madre como de mi padre. Sólo así era posible sanar, recobrar la propia cordura. Recuérdese el revelador sueño con el que inicia Leonora, el cual ilustra la añoranza por el Grial de manera muy dramática. Pero a renglón seguido de esa observación que hizo Ross de sus clientes, añadió algo que me irritó. Lo cito de memoria: que “las probabilidades de que eso ocurra son cero”, como queriendo decir que es una demanda irreal, o irracional, pedirle a los padres de sus clientes que cobren conciencia de lo que hicieron.

Aquí se ve que Ross no funge como testigo cómplice en su Instituto Ross del Trauma Psicológico a pesar de que usa al modelo del trauma de los trastornos mentales. Sólo compárese la postura de Ross con mi terapia A.I. que, aunque irrealizable, en tal fantasía la víctima percibe que me pongo de su parte y de manera incondicional. Si no es posible llevar a cabo semejante terapia al menos no le cuelgo un yugo, análogo al perdón unilateral, al cliente. Recordemos que sólo los padres conocen el password para sanar al hijo víctima. El hecho que, a diferencia de cuentos de hadas como la película de Spielberg, se nieguen a teclearlo, habla tan horrores de la humanidad que precisamente por eso he ideado una ideología exterminacionista. Si bien Ross vio la puerta que abrió Miller, no llegó a cruzarla. Pero los discípulos de Jung ni siquiera vieron la entrada a la tumba del faraón, a pesar de que la pongan en primera plana. Los sicoanalistas que ni siquiera ven la puerta dicen cosas aún más equivocadas que lo que dijo Ross. En la página 219 de la traducción al castellano del capítulo sobre el triunfo La Justicia de Jung y el Tarot, Sallie Nichols, una discípula de Jung, nos dice sobre el viaje arquetípico del héroe:

Tiene ya que dejar de reprender a sus padres o al Destino por las faltas cometidas contra él, por reales que éstas sean, y soportar el lastre de su propia culpabilidad. Solamente la persona loca está interesada por la culpa de otros, puesto que esto no puede cambiar. Si el héroe sigue viendo a sus padres como los malvados responsables de sus carencias y limitaciones, está tan atado a ellos todavía como cuando los consideraba salvadores infalibles.

Aquí Nichols parece estar en línea a las terapias que aplica el último idiota [me refiero al doctor Luis Cuevas, al que le dediqué un capítulo en uno de mis libros]. Su “puesto que esto no puede cambiar” es similar a lo que dice Ross: si la probabilidad de que los padres reconozcan su propia falta es cero, el yugo de sanarse recae en la víctima. Nótese, además, la morrocotuda contradicción en la frase: “Tiene ya que dejar de reprender a sus padres o al Destino por las faltas cometidas contra él por reales que éstas sean y soportar el lastre de su propia culpabilidad” (énfasis añadido). Aunque las faltas de los padres sean reales, la víctima debe culparse a sí misma.

Esto es precisamente lo que en mi segundo libro bauticé como “revictimación”: una práctica iatrogénica que nos impide sanar a menos de que rompamos con todo modelo “terapéutico”. Nichols escribía su texto cuando Miller aún no había publicado su primer libro. Jamás vio la puerta de Ramsés en tanto que, si comparamos el análisis de Nichols con el de Lidz, Laing, Arieti y Ross, al menos éstos sabían que el maltrato extremo en el hogar causaba la psicosis. Lo que escribió Nichols en la cita de arriba no fue un lapsus aislado. La pedagogía negra de esta discípula de Jung es manifiesta en otros pasajes.[1] Nichols no está sola por supuesto. Si hay algo que me llama la atención sobre el maltrato de padres a hijos es que la gente vea todo al revés en tanto que, hasta no culpar a la sociedad de nuestra desgracia declarándose uno inocente al ciento por ciento, nos será imposible comenzar a armar nuestros pedazos después de que nuestros padres nos tiraron desde la torre.
 
A quienes quieran aleccionarnos con pedagogías negras

Hasta no culpar a la sociedad de nuestra desgracia, declarándose uno inocente al ciento por ciento, es imposible comenzar a armar nuestros pedazos psíquicos después de que nuestros padres nos dejaron como la carta de La Muerte [véase el post que le sigue a éste, donde explico la metáfora]. Recuérdense siempre estas palabras: “Si se necesita una aldea para criar a un niño, se necesita una aldea para maltratarlo”. Así fue como un personaje que fungió como abogado resumió el problema en la película En primera plana, en tanto que todas las instituciones de Boston coludían para ocultar la endémica pedofilia de la iglesia.[2] Justo esa había sido mi idea en De San Francisco a Himmler: una aplanadora de multivolúmenes que demostrara masivamente mi inocencia y la culpabilidad ajena; expandiendo, como he dicho, el desfile de los idiotas de la segunda parte del libro intermedio de mis Hojas. El punto es que para comenzar a recuperarse uno debe recobrar su autoimagen previa al asalto al yo. Y eso es imposible con tan gran constelación de gente como Cuevas culpando a los adolescentes ya sea dentro o fuera de sus consultas. Sin embargo, como no tengo tiempo para semejante empresa literaria, qué mejor que citar las letras de Miller en El saber proscrito para responderle a Nichols y compañía:

[El hijo víctima de sus padres] necesita estar rodeado de personas que se pongan sin reservas a favor del niño. Yo no encontraba en ninguna parte a esas personas, ni siquiera en los terapeutas primarios. Quería saber lo que había sucedido en mi primera infancia, pero me faltaban los instrumentos necesarios. Con mis herramientas de sicoanalista no iba a ninguna parte. Viendo cómo muchos terapeutas siguen negando la verdad acerca de los malos tratos en la infancia, no me cuesta nada imaginarme que ahí se halla una parte importante de la respuesta a mi pregunta.

Al principio casi no podía concebir que mis ideas fuesen correctas a pesar de ser yo la única que las sustentaba. Si todos estaban de acuerdo, pensaba, en que sólo se pueden superar los síntomas si se perdona a los padres, ¿cómo puedo estar segura de no engañarme? Al fin y al cabo todos los demás, en conjunto, tienen que poseer mucho más experiencia que yo. Sólo una cosa me dio la respuesta: los recuerdos, recientemente evocados, del terror destructivo de mi madre. Comprendí que ese acuerdo general entre todos los terapeutas no es fruto de sus experiencias, sino de su educación.

En las numerosas discusiones de grupo en las que abordé el tema, apenas si había terapeutas que pudieran desprenderse de la creencia de que para librarse de los síntomas hay que perdonar a los padres… No se daban cuenta que de tal manera ejercían una manipulación pedagógica, y ello para alcanzar un objetivo al servicio de la moral tradicional. Al aliarse con dicha moral, los terapeutas recogen la herencia de los educadores que siempre se ponen de lado de los adultos y en contra del niño.

El sustrato moral de esas terapias era la ineludible exigencia educativa de perdonar a los padres una vez pasados los accesos de ira temporalmente permitidos. Tuve noticia de una persona que, al final de una terapia semejante “se lo perdonó todo” por fin a su padre—un sádico—, y al cabo de dos años mató, sin motivo aparente, a un hombre que no tenía culpa de nada. Esa información confirmó mis suposiciones. Como ya ha perdonado a sus padres durante la terapia, el sujeto no podrá dejar paso a sus nuevos sentimientos de ira, y correrá el riesgo de proyectarlos sobre otras personas. Dado que entiendo por terapia el descubrimiento sensorial, emocional y mental de la verdad reprimida en el pasado, veo en la exigencia moral de reconciliación con los padres un bloqueo y una paralización insoslayables del proceso terapéutico.

Tan ubicua es la pedagogía negra que, en las misivas dirigidas a Miller, frecuentemente se hallan consejos y regaños parecidos a lo que la junguiana escribió, o a lo que el último idiota dijo enfrente de mi madre. He aquí unos ejemplos de lo que los lectores le escribieron a Miller:

“Eso sin duda fue un mal trago para usted, pero hace ya tanto tiempo. ¿No va siendo hora de olvidarlo?”

“El odio no le hace a usted ningún bien, le envenena la vida y prolonga su dependencia de sus padres. Hasta que no se reconcilie con sus padres, no se verá libre de ellos”.

“Intente ver también el lado positivo. ¿Verdad que sus padres a los que usted califica de malvados le pagaron sus estudios? ¿No le parece que usted es injusta?”

“No quiero forzarla a perdonar, pero no tendrá usted paz si sigue siendo tan intransigente, si no perdona”.

“Nadie se cura echándole la culpa a otros. No hay que olvidar que el niño también tiene una responsabilidad”.

“Los padres también son personas y pueden equivocarse”.

¿El niño también tiene responsabilidad? Esto está a un paso de la respuesta psicótica de Juan del Río en su primera clase de Escatología al culpar al bebé de lo que le hacen los adultos. ¡Seguir la moral tradicional, responsabilizarse a uno mismo de lo que nos sucede, fue exactamente lo que Octavio hizo a lo largo de su vida adulta y ya vimos cómo terminó! Miller respondió a los llamados píos a la moral tradicional citados arriba de este modo:

Todas estas afirmaciones tienen algo en común: son desorientadoras y falsas, pero pasan generalmente por verdaderas, pues las conocemos desde siempre. El odio reprimido e inconsciente tiene efectos destructores, pero el odio vivido no es veneno, sino uno de los caminos por los que se sale de la trampa, del disimulo, la hipocresía o la franca destructividad. Y uno en verdad se cura cuando, libre de sentimientos de culpabilidad, deja de exonerar a los auténticos culpables; cuando uno se atreve a ver y sentir por fin lo que éstos hicieron.

El peligro de acudir con terapeutas, incluso los que han leído a Miller, es que la víctima es vuelta a violar en sus consultas. No es de extrañar que quienes hemos sido víctimas de esta segunda violación hayamos, de adolescentes, caído en pánico. De las palabras de Jeffrey Masson las que más me gustan son las siguientes: “Cada vez que se niega, ignora o invalida nuestra propia verdad experimentamos el mayor temor que podamos conocer: la amenaza de la aniquilación de nuestro yo”.

Las cursivas son mías, y hay que ejemplificarlas no sólo con lo que Amara me hizo a los diecisiete años, sino con los oídos sordos en el libro intermedio de mis Hojas, apostillado en previas páginas. No por nada Masson escribió esas palabras casi al inicio de su libro en contra de las terapias.

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[1] Sallie Nichols, Jung y el Tarot (Barcelona: Kairós, 1989). Véanse, por ejemplo, las páginas 33-34, 277, 308, 375 y 386.

[2] En el original en ingles me refiero a las palabras de Mitchell Garabedian: “This city, these people… making the rest of us feel like we don’t belong. But they’re no better than us. Look at how they treat their children. Mark my words, Mr. Rezendes: If it takes a village to raise a child, it takes a village to abuse one” (véase la película donde se escuchan estas sabias palabras: Spotlight).

Published in: on 3 May, 2022 at 8:25 pm  Deja un comentario  

Un sitio apenas visitado

Casi nadie visita este sitio, Hojas eliminadas. Es curioso, porque es en esta área—el daño psicológico que, en los hijos, causan los padres abusivos—donde más fuerte me siento comparado con mi sitio más visitado, aquel que escribo en inglés sobre cuestiones raciales.

La manera idónea de revivir este sitio sería que tuviera fans de los libros que aparecen en la barra lateral, y que estuvieran deseosos de discutir lo que ahí digo.

Pero no tengo fans. Y eso es una desgracia porque, después de la muerte de Alice Miller, ¿quién ha entrado hasta el fondo al mundo cuya puerta esta psicóloga suiza abrió?

El tema del modelo del trauma de los trastornos mentales es fundamental—así como su corolario: la seudociencia llamada siquiatría que vuelve a victimizar a los niños maltratados en casa. Sería idóneo que la gente leyera al menos el primer libro de mi trilogía, Hojas susurrantes. Sólo después de ello se entendería la importancia de los otros dos libros que también aparecen en la barra lateral.

Published in: on 11 enero, 2022 at 4:43 pm  Comments (3)  

Historia de un títere

Storia di un Burattino (Historia de un títere), llamado luego Le Avventure di Pinocchio de Carlo Collodi, seudónimo de Carlo Lorenzini (Florencia 1826-1890) debe ser leído porque Pinocho, la película de Disney de 1940, es una traición del cuento original.

En una serie de 1882 y 1883 publicada en una revista italiana, Collodi, una criatura emblemática de la pedagogía negra, proyectó sus sentimientos hacia sus padres en los manipuladores personajes, Geppetto y Hada Azul. Al final de la historia en el capítulo XV, el gato y la zorra ahorcan a Pinocho frente a la mansión del Hada Azul y la maternal Hada no lo ayudó en absoluto. El títere de madera parafraseó a Jesús en la cruz según el evangelista Marcos:

“¡Oh papá!, ¡querido papá! ¡Si estuvieras aquí!”

Esas fueron sus últimas palabras. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas, y dando una gran sacudida se quedó tieso como muerto.

El editor le pidió a Collodi que rescatara al muñeco en el siguiente número de la revista pero este final refleja la idea original del autor: el muñeco de palo era su alter ego.

De niño, Collodi había sido atormentado en una escuela jesuita. Nunca ajustó cuentas con los perpetradores sino que, supongo, se identificó con ellos porque Collodi odiaba a los niños. Ilustraba aburridos libros escolares de texto para ellos y siempre vivió con su madre, quien le inspiraría el personaje de la Hada Azul.

En Le Avventure di Pinocchio la historia se desarrolla en una villa en Collodi, donde Carlo había pasado su juventud. Los padres y el sistema escolar son idealizados a expensas del verdadero yo del niño, por lo que el cuento del muñeco de palo se convirtió en un gran éxito de ventas. Fue utilizado para manipular y socializar a los niños a principios de siglo XX.

Debido al problema del apego con el perpetrador (confiérase el cuarto capítulo de mis Hojas susurrantes), la humanidad ve las cosas en negativo fotográfico, y quizá el más espléndido paradigma de esta inversión sea precisamente la historia de Collodi. El personaje de Pinocho no es más que la transformación de los sentimientos puros de un niño al internalizar la locura adulta; por ejemplo, ir a escuelas donde se socializa al niño en el peor sentido de la palabra “socialización”. Pero antes de analizar el cuento de Collodi, recordemos lo que ya sabemos de quien, en contraste a la del cuento, fuera
 
Mi Hada Azul

Una lectora de un libro de Miller escribió: “Alice Miller ha expresado exacta, precisa y cabalmente mis conclusiones sobre mis experiencias de los últimos treinta años de reconstrucción personal después de una infancia devastadora. Dios: ¡qué alivio! Es bello ver cómo ella hace añicos lo que he encontrado que es el tabú más potente de la sociedad humana. Al hacerlo, me ha dado una poderosa validación personal; nunca imaginé qué tan poderosa”. Otros confesaron que la lectura había sido “una invasión espiritual”, y uno más escribe: “No es sorpresa que este libro no sea un importante bestseller y que no esté disponible en todos lados. El libro realmente se enfrenta al sistema”.

Yo añadiría que una nueva estirpe de seres humanos ha comenzado a despertar del problema del apego con el perpetrador que nos hace “sustituir la zona de control” (confiérase el mencionado texto: acá): el Leitmotiv de Pinocho. De este amanecer intrapsíquico ni siquiera se atrevieron a soñar los filósofos de la Ilustración. Permítaseme recoger unas frases más sobre las impresiones de los lectores de Miller: “Sentí como si mi mente hiciera contacto con algo escondido dentro de mí que siempre he sabido. Por primera vez en mi vida siento que no estoy sola”, escribió Bárbara Rogers. Y según otro reseñador: “La pregunta ahora es si este conocimiento alcanzará a suficientes personas en posiciones de poder”.

Miller sólo abrió una puerta en la que pocos, si es que alguno, han entrado a fondo. Por el momento quisiera sólo referirme a la puerta (en mis libros que aparecen en la barra lateral, entro a fondo). Estos son unos pasajes del libro de Miller El saber proscrito:

El paciente [el cliente de sesiones psicoterapéuticas] necesita estar rodeado de personas que se pongan sin reservas a favor del niño. Yo no encontraba en ninguna parte a esas personas, ni siquiera en los terapeutas primarios.

Quería saber lo que había sucedido en mi primera infancia, pero me faltaban los instrumentos necesarios. Con mis herramientas de sicoanalista no iba a ninguna parte.

Viendo cómo muchos terapeutas siguen negando la verdad acerca de los malos tratos en la infancia, no me cuesta nada imaginarme que ahí se halla una parte importante de la respuesta a mi pregunta.

Al principio casi no podía concebir que mis ideas fuesen correctas a pesar de ser yo la única que las sustentaba. Si todos estaban de acuerdo, pensaba, en que sólo se pueden superar los síntomas si se perdona a los padres, ¿cómo puedo estar segura de no engañarme? Al fin y al cabo todos los demás, en conjunto, tienen que poseer mucho más experiencia que yo. Sólo una cosa me dio la respuesta: los recuerdos, recientemente evocados, del terror destructivo de mi madre. Comprendí que ese acuerdo general entre todos los terapeutas no es fruto de sus experiencias, sino de su educación.

En las numerosas discusiones en grupo en las que abordé el tema, apenas si había terapeutas que pudieran desprenderse de la creencia de que para librarse de los síntomas hay que perdonar a los padres… No se daban cuenta que de tal manera ejercían una manipulación pedagógica, y ello para alcanzar un objetivo al servicio de la moral tradicional. Al aliarse con dicha moral, los terapeutas recogen la herencia de los educadores que siempre se ponen de lado de los adultos y en contra del niño.

El sustrato moral de esas terapias era la ineludible exigencia educativa de perdonar a los padres una vez pasados los accesos de ira temporalmente permitidos. Tuve noticia de una persona que, al final de una terapia semejante “se lo perdonó todo” por fin a su padre—un sádico—, y al cabo de dos años, sin motivo aparente, mató a un hombre que no tenía culpa de nada. Esa información confirmó mis suposiciones.

Como ya ha perdonado a sus padres durante la terapia, el sujeto no podrá dejar paso a sus nuevos sentimientos de ira, y correrá el riesgo de proyectarlos sobre otras personas. Dado que entiendo por terapia el descubrimiento sensorial, emocional y mental de la verdad reprimida en el pasado, veo en la exigencia moral de reconciliación con los padres un bloqueo y una paralización insoslayables del proceso terapéutico.

No obstante, la pedagogía negra es tan universal que, en las cartas dirigidas a Miller, se hallan a menudo consejos y regaños por lo que Miller dijo arriba:

“Eso sin duda fue un mal trago para usted, pero hace ya tanto tiempo. ¿No va siendo hora de olvidarlo?”

“El odio no le hace a usted ningún bien, le envenena la vida y prolonga su dependencia de sus padres. Hasta que no se reconcilie con sus padres, no se verá libre de ellos”.

“Intente ver también el lado positivo. ¿Verdad que sus padres a los que usted califica de malvados le pagaron sus estudios? ¿No le parece que usted es injusta?”

“No quiero forzarla a perdonar, pero no tendrá usted paz si sigue siendo tan intransigente, si no perdona”.

“Nadie se cura echándole la culpa a otros. No hay que olvidar que el niño también tiene una responsabilidad”.

“Los padres también son personas y pueden equivocarse”.

En su libro Miller les responde a esos llamados a la moral tradicional:

Todas estas afirmaciones tienen algo en común: son desorientadoras y falsas, pero pasan generalmente por verdaderas, pues las conocemos desde siempre.

El odio reprimido e inconsciente tiene efectos destructores, pero el odio vivido no es veneno, sino uno de los caminos por los que se sale de la trampa, del disimulo, la hipocresía o la franca destructividad. Y uno en verdad se cura cuando, libre de sentimientos de culpabilidad, deja de exonerar a los auténticos culpables; cuando uno se atreve a ver y sentir por fin lo que éstos hicieron.

Cuanto más claro veía que muchos de los actuales terapeutas se dedicaban a proteger el sistema educativo de sus padres a costa de los pacientes, mayor se volvía mi desconfianza hacia las terapias.

 
Las aventuras de Pinocho

“¡Oh papá!, ¡querido papá! ¡Si estuvieras aquí!” En la historia original, como decía, esas fueron las palabras finales del cuento antes de que el editor le pidiera al autor resucitar al muñeco. También es cierto que algunos han visto en estas palabras un símil con la manera como el Jesús del evangelio más antiguo termina, “¡Papá, papá!: ¿por qué me has abandonado?” Al igual que el editor de Collodi, los evangelistas Mateo, Lucas y Juan, que escribieron después de Marcos, modificaron la desolada tragedia en que Jesús muere para adaptarla al paladar de los fieles. En el cuento de Collodi, como en el evangelio de Marcos, “Esas fueron sus últimas palabras” —vale la pena volverlas a citar—. “Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas, y dando una gran sacudida se quedó tieso como muerto”. Fin.

Aunque Miller no analizó el cuento de Collodi, los que comenzamos a entrar al mundo cuya puerta nos abrió vemos que el sistema escolar es idealizado a costa del niño. He aquí un pasaje del prefacio de la espléndida edición en fascículos de 1965 que mi padre nos leyó a mí y a mis hermanos cuando éramos niños:

El error o la superficialidad de muchas ediciones de Pinocho reside, principalmente, en el hecho de que concede a las ilustraciones una atención primordial, en orden a ciertos designios gráficos, pero sin una clara trabazón con el texto. En nuestra edición, por el contrario, los dibujos han sido realizados expresamente en Toscana, donde el autor imaginó su obra maestra.

A iniciativa de mi padre mandé a encuadernar los fascículos publicados por Editorial Codex en el taller de un encuadernador tradicional. Sólo así leí el libro, cuya copia encuadernada tiene a mi firma en su primera hoja en blanco con la fecha del 26 de julio de 2006. A continuación cito algunos pasajes que retratan por qué el cuento original de Pinocho es un perfecto caso de lo que la difunta Miller llamaba pedagogía negra. Usaré el encuadernado de los fascículos que aún existe en la biblioteca del hogar:

Geppetto era muy iracundo. [Capítulo II, pág. 9]

Ni siquiera ha aparecido Pinocho y el cuento revela la personalidad de su hacedor. Como muchas otras cosas, la imagen en la película de Disney de Geppetto como un viejito bonachón falsea el cuento de Collodi.

Pero precisamente el cuento de Collodi falsea la realidad, invirtiendo lo que sucede en el mundo real. Considérese por ejemplo el siguiente pasaje de pedagogía negra, en el sentido de proyecciones del adulto en el niño inseguro de sí mismo, representado por el muñeco de palo que aspira a convertirse en niño de carne y hueso. Cualquiera que haya leído el artículo de deMause enlazado en la entrada arriba de ésta, sabrá que son los padres los que, a lo largo de los milenios, han abusado de sus hijos y no vice versa, como se narra en el nacimiento de Pinocho:

Ante aquel garbo insolente y burlón, Geppetto se quedó tan triste y melancólico como nunca había estado. Y volviéndose a Pinocho, le dijo:

—¡Bribón de hijo! ¡Todavía estás a medio hacer y ya empiezas a faltarle el respeto a tu padre! ¡Mal, hijo mío, muy mal!

Y se enjugó una lágrima. [Capítulo III, pág. 19]

Cuando ya lo había terminado de hacer y Pinocho se escapó a la calle, continúa el cuento…

—¡Pobre muñeco!—decían algunos—. Tiene razón en no querer volver a casa. ¡Quién sabe cómo le va a pegar el bruto de Geppetto!

—¡Ese Geppetto parece una buena persona! ¡Pero es un verdadero tirano con los niños! [Capítulo III, pág. 22]

Aunque a renglón seguido de ese pasaje Collodi pone a Geppetto como la víctima, y a Pinocho como un malandrín que despreció a su querido padre, vale decir que, en la vida real, los niños que han huido a la calle lo hacen a causa de maltratos espantosos de sus padres. Como yo he tenido trato con estos niños, tengo la impresión que, detrás de cada niño de la calle—incluso los que no he entrevistado—hay horrendas historias de vapuleo familiar. Es muy ilustrativo que Collodi invierta la realidad en un cuento destinado a subyugar la voluntad del niño ante la del omnipotente adulto. Pero esa es precisamente la razón por la que su cuento se convirtió en bestseller en un mundo dominado por padres que querían educar a sus hijos.

He dicho que en la historia de Pinocho el niño socializado sacrifica su cordura en pos de recibir el beneplácito de sus padres. Veamos. El encabezado del capítulo IV reza: “La historia de Pinocho con el grillo parlante, donde se ve que los niños malos se enfadan cuando los corrige quien sabe más que ellos”. He aquí un pasaje ejemplar:

—¡Ay de los niños que se rebelan contra sus padres! [Capítulo IV, página 24]

El pasaje presupone que los padres (quienes les pegan, o atormentan emocionalmente y en algunas familias hasta los violan) siempre tienen la razón y siempre son benignos en el trato con sus hijos. Esto es justo lo opuesto que vimos en mi primera cita del cuento, que mostraban la parte oscura de Geppetto, a veces notada por los vecinos que lo conocían. El maltrato en el hogar es secundado por el maltrato en la escuela, por lo que Pinocho le dice al grillo:

—Pienso irme de aquí, porque si me quedo me pasará lo que a todos los demás niños: me enviarán al colegio. [Ibídem]

A lo que la voz del sistema adultista, simbolizada por el grillo que quiere inculcar una conciencia falsa, responde:

—Ya que no quieres ir al colegio, ¿por qué no aprendes, al menos, un oficio? [Ibídem]

Eso es un gran insulto, en tanto que no es un consejo que los adultos suelan dirigir con genuina empatía a los chicos. El año en que escribí estos pasajes sobre Pinocho escuché a mi hermano decirle a su hijo en tono iracundo que, si mi sobrino no quería estudiar en una escuela convencional, debía entonces buscar oficio; digamos, de cerillo en el supermercado (algo similar a lo que el grillo le propuso al muñeco). El consejo de mi hermano no fue dirigido al hijo en forma empática: fue un acto de agresión psicológica, en tanto que nadie en su sano juicio quiere ser un cerillo.

Volviendo a mi vida, si mis padres hubieran tenido empatía con el cineasta en potencia que fui de chico, me habrían apoyado para emigrar y, en vez de gastar en la escuela, mandarme esos escasos fondos para acompletar mis gastos en las cercanías de Hollywood. Como sabemos, eso no pudo ser. A propósito, a la película de Disney ni siquiera hay que verla. En el cuento original de Collodi el consejo del grillo fue tan insultante que Pinocho agarró un martillo del taller de Geppetto y se lo arrojó al maldito insecto, quien “se quedó en ese sitio, tieso y aplastado contra la pared”.

Los cuentos de hadas frecuentemente son parábolas de cómo los padres maltratan a sus hijos. En el más reciente ejemplo, las novelas Harry Potter, los padres abusivos han sido desplazados en los tíos a fin de no tocar las figuras parentales. Rara vez, como en el cuento Pulgarcito de Perrault, se dice a las claras que los padres abandonan a sus hijos en el bosque. Pero sigue habiendo desplazamientos en los cuentos de hadas del siglo XXI. En Inteligencia artificial se pone a un niño-robot abandonado en el bosque a fin de no decir que niños de carne y hueso eran, en otras épocas, víctimas de abandono por los padres.

En el relato original de Collodi el muñeco habla de Geppetto como si éste fuera su papá.

Entonces, llorando y desesperándose, decía:

—El grillo-parlante tenía razón. He hecho muy mal en rebelarme contra mi papá… [Capítulo V, pág. 27]

El soliloquio de Pinocho no sólo traiciona lo que había hecho antes: aplastar al maldito grillo por sus consejos de pedagogía negra. Ahora, debido a la “sustitución del sitio de control”, el niño se echa la culpa.

Después, Pinocho se carboniza los pies accidentalmente porque había salido a la fría intemperie lluviosa y los puso en un brasero lleno de ascuas. El narrador omnisciente de Collodi asevera que Geppetto era su papá:

El pobre Pinocho, aún con los ojos cargados de sueño, no se había dado cuenta de que tenía los pies quemados. Así que, en cuanto oyó la voz de su padre… [Capítulo VII, pág. 32]

Y aún así, con los pies quemados del niño de madera minusválido, el autor se las arregla para ponerlo como malo o egoísta; y a su padre como bueno y desinteresado:

—Estas tres peras eran para mi comida, pero te las doy con mucho gusto.

—Si quieres que las coma, hacedme el favor de mondarlas. [Capítulo VII, pág. 34]

Geppetto castigó al muñeco sin pies.

Mi encuadernado contiene 200 páginas de 23 x 30 cm y las ilustraciones son realmente envidiables por lo que dijo el editor en la cita de arriba (la traducción al castellano se hizo de la edición original de Fratelli Fabbri Editori en Milán, Italia, en 1965). La ilustración de Pinocho ahorcado la saqué precisamente de mi versión en castellano, publicada en Madrid, y debajo de esta entrada recojo otras noventa y dos ilustraciones. Parecería un poco loco que dijera que no quiero citar más de la obra de Collodi para no destriparla, pero aquel que la relea con ojos millerianos es como si la leyera por primera vez.

En la página 39 de mi encuadernado aparece una ilustración que cubre toda la página, mostrando al pobre de Geppetto en mangas de camisa porque, en pleno invierno, había vendido su vieja casaca de fustán llena de remiendos a fin de comprarle a su protegido un abecedario para la escuela. “Sólo los padres son capaces de ciertos sacrificios!…” dice Pinocho en la página 41 en una ilustración que lo pone en camino al colegio.

Aunque no contaré la trama, en la página 60 el muñeco tiene otro soliloquio: “…nosotros los niños somos muy desgraciados. Todos nos gritan, todos nos advierten, todos nos dan consejos”. Después de que Collodi lo hizo resucitar a instancias del editor, en la página 79 dicen los animales doctores, incluyendo el grillo también resucitado, que cuidan del convaleciente: “¡Este muñeco es un hijo desobediente, que hará estallar el corazón de su pobre padre!”

En la página 95 aparece un chimpancé-juez que siempre me ha recordado lo que dicen los llamados profesionales de salud mental cuando les contamos nuestras penosas historias con nuestros padres: “A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así es que apresadlo y llevadlo en seguida a la cárcel”. Se refería el chimpancé-juez a la zorra y al gato que no sólo le habían robado, sino ahorcado y dejado por muerto en la página 73, de donde saqué la ilustración de arriba.

Cuando en la página 96 Pinocho quedó libre de nuevo, se dijo a sí mismo: “Pero de ahora en adelante, me propongo cambiar de vida y convertirme en un muchacho bueno y obediente”. Y en la siguiente página: “¿Acaso hay muchacho más ingrato y con menos corazón que yo?”

Cuando llegamos a la página 101 el muñeco pierde otra vez su libertad. “Si hubiera sido un muchacho bueno, como hay muchos… no estaría aquí a estas horas, en medio del campo, haciendo de perro guardián”. Seis páginas más adelante dice llorando sobre una lápida de mármol: “Por qué, en tu lugar, no he muerto yo, que soy tan malo, y no tú, que eras tan buena?” Más tarde en el cuento Collodi hace que esta Hada vuelva a la vida y el autor traiciona su original metáfora en tanto que, en vez de hermanita de cabellos azules, resulta que más bien es su mamá. Pero tal “traición” denota de maravilla lo que había dicho: que los cuentos de hadas desplazan y transfieren la figura parental a otros. En la página 115, ya con Pinocho sabiendo que Geppetto se había echo a la mar para buscarlo, se dice en otro soliloquio: “Es el padre más bueno del mundo, y yo, el hijo más malo que pueda existir”. Es absolutamente fundamental tener presente la clase de Colin Ross que enlacé arriba para entender lo que Ross llama “la sustitución del sitio de control” al hablar de las mujeres que se autolesionan con navajas (así como estas palabras de Pinocho).

Cuando ya en la página 124 se revela al Hada crecida en mujer, ésta le dice: “Tú me obedecerás siempre y harás lo que yo diga”, mandato que involucraba que fuera el siguiente día a un colegio donde el muñeco sufriría un terrible bulling.

Cuando diez páginas más adelante el muñeco, vestido de rosa, se ve involucrado en un accidente con uno de sus compañeritos de escuela—accidente del que Pinocho es inocente—, el muñeco dice otra de sus frases que me recuerda que, después de la espiral de maltrato amplificante a la que me sometieron mis padres a partir de mis dieciséis años: “Y por eso, desde que estoy en el mundo, no he tenido nunca un cuarto de hora tranquilo”.

Quizá muchos de los conocedores del cuento saben que, ya más adelantada la historia (en el capítulo 30), al autor pone a la escuela como algo ineludible que todo niño debe cruzar a fin de no convertirse en burro. Pero la verdad es que toda la gente que conozco son burros en tanto que la escuela los socializó para que no se enteraran de los sucesos reales y más importantes de la vida (lo que compilé en el libro The fair race por ejemplo).

El cuento de Collodi invierte la realidad tanto en la dinámica con los padres como en la escuela. Ya en la página 169 Pinocho se dice: “¡Oh, si hubiera tenido una pizca de corazón, no habría abandonado nunca a mi buena Hada, que me quería como una madre, y que tanto había hecho por mí! Y, a estas horas, ya no sería un muñeco, sino un chico como todos los demás!” Como hemos dicho, en la historia humana no han sido los niños quienes abandonan a sus padres sino éstos a sus hijos. Once páginas después, cuando el comprador quiso ahogar al burro en el mar y lo único que hizo fue quitarle el cuerpo de burro, le pregunta a Pinocho:

—¿Y quién es el Hada?

—Es mi mamá. Y se parece a todas las buenas mamás, que quieren lo mejor para sus hijos y nunca los pierden de vista, y los asisten amorosamente en cada desgracia, aun cuando los niños, por sus barrabasadas o por su mal comportamiento, merecieran que los abandonasen…

En las páginas finales, después de rescatar a su papá Geppetto de la panza del monstruo marino, Pinocho ayuda amorosamente a un Geppetto debilitado y a una Hada Azul convaleciente.

En aquel momento el sueño terminó… Se había transformado en un muchacho como los demás.

En la siguiente página termina la historia.

Invito a los visitantes de este sitio a familiarizarse con mis libros de la barra lateral a fin de derrumbar el tabú más potente de la raza humana, por usar las palabras de Bárbara Rogers citadas arriba.

Published in: on 9 abril, 2019 at 12:02 am  Deja un comentario  

Aullante sociedad

He aquí una introducción censurada que no aparecerá en mi quinto libro. Mis notas entre corchetes han sido escritas el presente día:
 

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En la primera sección veremos las consecuencias de la herida de mis diecisiete años, el temor a la condenación, cerrada en falso: tema que nos dará la clave para entender por qué cientos de millones de humanos continúan adorando a deidades tan horribles. Sólo en la segunda sección hablaré de mi visión sobre un idóneo futuro de la humanidad que le dio el título de exterminio a este libro [originalmente lo iba a llamar El exterminio de los Neandertales]: ideas que había elaborado mucho antes de leer a Miller y a deMause, y que tienen su raíz en ese grito desesperado de un chico retorciéndose en el brasero de Moloc [ésta es una referencia al final del Quetzalcóatl, mi cuarto libro].

A pesar de que la inmensa mayoría de individuos traumatizados permanecen en la oscura ignorancia a lo largo de sus míseras existencias, no deja de parecerme increíble la cantidad de tiempo, tres decenios de hecho, que tardé en comprender lo que mis padres y su sociedad me habían hecho. Y sí que fueron vergonzosas las operaciones de seguridad que desarrollé en mis desesperados intentos de salir de esa Gehenna mental. Tales mecanismos me llevaron a una tan larga noche de mi alma que no viene al caso recogerla en múltiples volúmenes.

LunaBaste decir que, aunque soy un completo escéptico de las artes mánticas, me viene a la mente el símbolo de un par de cartas del Tarot marsellés. En La Luna podemos imaginar cómo las psiques de los bicamerales mesoamericanos, sus lacrimae lunae, tan atrapados como los aullantes perros en una noche perpetua, se dirigen de la tierra a la luna: al igual que su insaciable y demandante astro [otra referencia velada a lo que digo en mi Quetzalcóatl]. En la carta de El Sol, en cambio, las gotas multicolores se dirigen al revés: del astro a dos niños. Éstos se encuentran uno frente al otro, retozando en la gloria solar y tocándose con las manos: gesto de un amor no erótico sino compasivo entre sí. La centenaria ilustración de Marsella nos muestra a los niños semidesnudos en un lugar protegido por una valla. El sol los protege y bendice como un padre que provee (no demanda) sus energías para cuidarlos. En vez de sacrificarla en el altar de la pedagogía negra, la vida infantil es una experiencia para ser disfrutada. Una escritora junguiana ve a los protagonistas de esta carta como un niño y una niña: “Estos gemelos, separados ya y fuera del Edén que les albergaba, crearán juntos un mundo nuevo”.

solEl splendor solis o gran crescendo en psicogénesis de nuestra especie será revelado al final de este libro. Por el momento me limito a decir que, a diferencia de mi etapa lunática [me refiero a la caída en sectas y seudociencias de las que hablo en el quinto libro: etapa tan bien simbolizada en la carta de La Luna], ahora me siento envuelto de mediodía y lo veo todo tan claro y transparente que debo decir que no fue Pau [una vieja amiga mía] mi testigo conocedor, como algunos lectores pudieron creer al leer el tercer libro: sino la sensación de haber sido espejeado en un alma conocedora del núcleo de la psique humana, como me sucedió al leer El saber proscrito y Breaking down the wall of silence. Es Alice Miller la persona con quien en mayor deuda me encuentro, y el hecho de haberla descubierto tan tardíamente es algo que me molesta sobremanera.

No fue mi culpa. Aunque El saber había sido publicado desde 1990 en castellano no lo descubrí sino hasta doce años después; y Breaking (Abbruch der Schweigemauer), que leí en inglés, hasta el momento de escribir esta línea no ha sido traducido al español. Este último libro muestra la madurez del pensamiento de Miller. La aullante sociedad no me había anunciado sus hallazgos y perdí las mejores primaveras de mi vida. ¡Cómo recuerdo una reseña en que la autora se preguntaba por qué esta mujer no acaparaba las primeras planas de los diarios! La triste verdad es que ni siquiera acapara atención en las bien resguardadas torres de la academia que se ven en la carta de La Luna. Recordemos el escándalo que, a la fecha, ninguna universidad cuenta con cátedras sobre el saldo emocional que ocasiona el maltrato parental en los hijos.

A pesar de que mi larga noche provino del hecho que la humanidad entera le aúlla a La Luna, me cuesta trabajo eludir mi irracional vergüenza por no haberme podido liberar antes yo solo. Al verme ya tan entrado en años, tan lejos del efebo que fui, me llega la sensación de que debí haber iniciado ese trabajo interno, que culmina ahora con la publicación de estos libros, en mi adolescencia. De haberlo hecho, desde hace tiempo le habría dado el carpetazo a este duelo autobiográfico y sería un Kubrick consagrado. Pero era imposible sin auténticos testigos conocedores, y a mediados de los años setenta los libros de Miller ni siquiera habían sido escritos. Tuve que esperar veintisiete años más para el encuentro total, como en la carta El Sol, que partiría mi vida en dos. Sólo hasta ahora veo que ese Dios Padre que le temía era una proyección mía de la parte negra del alma de mi padre; de sus demonios transfundidos en mí: mis dementores. Pau no me habría conducido a este saber proscrito dado que nunca quiso ajustar cuentas con su familia, y jamás abandonó su piadoso catolicismo.

Así que, lo digo por última vez: gracias, Alice, por haber conjurado el Expecto Patronum! que finalmente alejó a mis dementores.

Published in: on 7 octubre, 2011 at 8:55 pm  Comments (1)  

La condena de escribir

botella

Muy poca gente lee este blog. Sólo tres personas han comentado desde que lo inicié, en mayo de 2009, hace ya más de dos años.

¿Por qué escribo?

Porque creo que llevar los hallazgos de Alice Miller a sus últimas consecuencias tiene valor propio.

Sería mil veces más fácil para mí si hubiera un milleriano en la metrópoli en que vivo a fin de poder grabar conversaciones y subir los audios a este blog.

Pero no hay nadie.

Escribir es mucho más difícil que hablar, especialmente porque uno no se encuentra motivado. Es el quórum lo que motiva. Escribir mensajes para arrojarlos al mar, con la esperanza de que un futuro entendedor de estos temas los recoja, es una tarea de verdad ingrata…

Published in: on 19 septiembre, 2011 at 7:28 pm  Comments (5)  

Alice Miller (1923-2010)

Tengo un sitio sobre ella (pulsar: aquí).

Published in: on 14 abril, 2010 at 11:41 pm  Deja un comentario